El carnaval de la democracia (I)

                           «El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer.  Y en ese claroscuro surgen los monstruos».

Antonio Gramsci

  

  Ha dejado de llover en París. Tal vez por eso —me digo—, porque la lluvia va empapándonos y nos vuelve pesados y tiene la virtud de asentarnos y hacernos presos del lugar en el que estamos, ahora que ha dejado de llover, mi mente se ha vuelto ligera y se ha marchado a otra parte. «¡Qué extraño animal es el hombre!» —nos advirtió Unamuno—. «Nunca está en lo que tiene delante». Pero me concederá, don Miguel, que durante estos últimos meses concentrarse en lo que tiene uno delante no es tarea fácil. Y es que algo ha venido a instalarse como un rumor de fondo continuo que no nos deja descansar.

  «¿Qué ciudad prefieres?» —me suelta Schumann de pronto. Dejo el libro abierto boca abajo encima de la cama de nuestra pequeña habitación de hotel en la rue de Constantinople. Miro para afuera, para cerciorarme de que las cornisas apenas gotean, y ya puestos para cerciorarme de que seguimos en París y no en alguno de esos otros lugares a los que puedo largarme con facilidad a poco que los nubarrones no me lo impidan. ¿Que qué ciudad prefiero? ¿Cómo puedo contestar a algo así? Schumann me hace a veces preguntas de esas que sirven para conocerlo a uno mejor, y a mí me da pereza responder porque he tenido que dejar el libro, pero sobre todo porque, como todas las buenas preguntas, la suya tiene más de una respuesta. «No sé…» —dudo—, «depende de para qué, depende de cuándo, me imagino». Desde luego, París en invierno no es mi lugar, y menos si llueve, porque a mí todo el romanticismo de la lluvia parisina se me va con la preocupación por los resbalones en ciertas calles o bocas de metro. Pero como hacía ya un rato que andaba deambulando lejos, lejos de París e incluso lejos del libro que tenía en las manos, no me resulta difícil responder que Venecia podría ser un escenario sugestivo. «¿Venecia… ahora?» «No, no, no. Si hubiera querido decir Japón, hubiese dicho Japón» —bromeo—; «me basta con la de hace unos pocos siglos, con el Palacio Ducal ya terminado».

  Por supuesto, pienso en la época de máximo esplendor de los carnavales venecianos, en cómo estos constituían una oportunidad única para que patricios y plebeyos pudieran salir a mezclarse sin complejos, y en la decisiva manera en que contribuyó a esa práctica un elemento tomado de la Commedia dell’Arte, cuyos personajes fueron trasunto, mediante sus respectivas máscaras, del abanico de tipos humanos que configuraba la sociedad de la época. Así, durante varias semanas, casi todos los ciudadanos de la Repubblica se entregaban sin ningún rubor a la desvergonzada orgía de jugar a ser algo diferente de lo que eran en realidad. Y abolida la existencia rutinaria, el mundo parecía funcionar a las mil maravillas. Pero, como ocurre con cualquier fingimiento, la mascarada llegaba a su término, y entonces bautas y arlequines, colombinas y pulchinelas, debían retirarse el disfraz y ser de nuevo príncipes o mercaderes, sirvientas o pescadores. No puedo evitar, al imaginarme ese día después, la primera mañana en que cada cual regresa al lugar que le corresponde, que un vacío impreciso se apodere de mí y emerja de nuevo ese runrún de fondo.

  Porque ahora ya no estoy en Venecia, pero tampoco he regresado enteramente a París. Aunque no me he movido de la habitación del hotel, ando ahora en España, en esa transición tras la dictadura que más bien hubiera debido llamarse paréntesis, o carnaval, pues durante ese tiempo y, en particular, a lo largo de los años que siguieron, muchos se limitaron a ponerse una máscara para escenificar la gran comedia colectiva de que andábamos instalados en una cálida y confortable democracia. Pero las máscaras han caído, y entonces se ha visto que todo no era más que una burda mixtificación. Fin de la fiesta. Y frío, un frío atroz.

  Estos días, el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, ha pretendido poner la transición española a la altura del proceso que permitió a Alemania romper definitivamente con el nazismo. Fiel al estilo de los miembros de su gabinete, lo ha hecho afirmando rotundamente y sin aportar un solo argumento la existencia de una realidad que los hechos desmienten. Nada ni remotamente comparable a los juicios de Núremberg, en los que se depuraron las responsabilidades de los dirigentes, funcionarios y colaboradores del régimen de Hitler, ha tenido lugar en España, donde, de hecho, los tímidos intentos de rehabilitación promovidos al amparo de la Ley de Memoria Histórica no han servido para sacar de las cunetas y las fosas comunes a los miles de asesinados por el régimen fascista de Franco. Y digo bien, fascista, pues aunque la Real Academia Española reserve en exclusiva el término fascismo al régimen de Mussolini y prefiera suavizar los crímenes y la falta de legitimidad de la dictadura franquista con el eufemístico nacionalcatolicismo, este solo pone de relieve la estrecha relación entre el Estado y la Iglesia católica, pero deja indefinida la naturaleza del Estado franquista, que fue totalitario, corporativista y de nacionalismo exaltado, es decir, fascista. Pues bien, mientras los muertos del bando nacional pudieron ser llorados y enterrados como sus familiares merecían, decenas de miles de víctimas republicanas continúan desaparecidas sin que el Estado español haya atendido debidamente las repetidas demandas de la ONU o de la Asamblea Permanente del Consejo de Europa al respecto, y ello casi cuatro décadas después de que España haya ratificado el Convenio Europeo de Derechos Humanos. Como se ve, todo muy alemán.

  Pero hay todavía otros aspectos de la transición española que, a la luz de la comparación de Zoido, harían sonrojar a este de vergüenza si tal cosa fuera posible. Cuatro años después de la condena del NSDAP como organización criminal –junto con la de sus líderes y afiliados– y de la prohibición en Alemania de las ideas y símbolos nacionalsocialistas, la Ley Fundamental alemana fue redactada y aprobada por un Consejo Parlamentario que integraba más de una sesentena de miembros nombrados por los gobiernos de todos los Estados federados de la Alemania Occidental, y si bien hubo de recibir el visto bueno del mando militar de las zonas de ocupación aliada antes de ser refrendada por el propio Consejo Parlamentario, dichos militares (sin relación alguna con el nazismo) no intervinieron en su redacción. En España, por el contrario, la vinculación con el régimen franquista era directa en el caso de cuatro de los siete ponentes encargados de redactar la Constitución, siendo digno de mención el caso de Manuel Fraga.

  Tras ocupar diversos órganos estatales en la década de los cincuenta, se hizo con la cartera de Información y Turismo en julio de 1962. Se trataba de su primer cargo político de verdadera relevancia, y constituía desde luego una extraordinaria oportunidad para comenzar a mostrar la adhesión sin fisuras al régimen que le haría merecedor del favor de Franco. No la desaprovechó. Antes de la siguiente primavera, tenía en su haber la enorme campaña de propaganda contra el comunista Julián Grimau, acusado de crímenes de guerra por el franquismo, y su voto personal favorable en la reunión del Consejo de Ministros en que se resolvió el fusilamiento de Grimau tras su detención y el posterior consejo de guerra.

  Ese mismo año, tras conocerse diversos casos de torturas y detenciones en el sofocamiento de las huelgas mineras que habían tenido lugar en Asturias, más de un centenar de intelectuales se dirigió a él por carta expresándole su malestar y pidiendo aclaraciones por lo sucedido. El manifiesto, al que poco después se adhirieron otras personalidades en el exilio, fue respondido por el ministro con elusivos reproches que atribuían la naturaleza del mismo a objetivos propagandísticos. El odio de Fraga hacia el comunismo era comparable al del dictador, y dado que al margen de la huelga en sí (derecho hurtado por el régimen a los españoles), la única justificación para los hechos eran las actividades o actitudes de naturaleza comunista por parte de los trabajadores asturianos, el castigo infligido a estos solo puede explicarse en términos de represión ideológica. Además de las palizas, varias de las mujeres de los mineros fueron marcadas rapándoles la cabeza, y una de ellas, embarazada, fue golpeada y humillada al tener que escuchar, de boca de su agresor, el comentario «un comunista menos». El único error que admitió Fraga fue que se les hubiese cortado el pelo al cero a las mujeres, e insistiendo en la supuesta voluntad propagandística del manifiesto de los intelectuales, llegó a responder al escritor José Bergamín, uno de los firmantes de la carta, desacreditando «el montaje» como una «tomadura de pelo».

  Seis años más tarde, en 1969, la Brigada Político-Social detuvo, torturó y asesinó al joven estudiante de Derecho Enrique Ruano. Para presentar una versión conveniente del caso ante la opinión pública, el diario ABC —a la sazón dirigido por el ex procurador de Cortes Torcuato Luca de Tena, quien mantenía una estrecha relación con el todavía ministro de Información y Turismo, Manuel Fraga— manipuló una antigua carta dirigida por Ruano a su psicólogo haciéndola parecer una nota de suicidio. Ruano había caído desde un séptimo piso. Con el fin de dar consistencia al montaje, las autoridades no dejaron que la familia viera el cadáver e impidieron la presencia del médico de aquella en la autopsia. La clavícula de Ruano, donde con toda probabilidad se hallaba la prueba de uno o varios disparos de bala, había sido extraída del cuerpo. Meses después, el rotativo reconocería la falsedad de la nota de suicidio.

  Mejor conocidos son los sucesos de Vitoria, acaecidos tras la muerte de Franco y con Fraga ya como vicepresidente y ministro de la Gobernación. En 9 enero de 1976, los empleados de Forjas Alavesas iniciaron una huelga para demandar una mejora de sus condiciones de trabajo. En el marco del recién aprobado decreto que fijaba unos nuevos topes salariales, la movilización se extendió pronto a otros sectores, alcanzando la cifra de seis mil huelguistas. Los paros se repitieron en las semanas sucesivas, y el 3 marzo tuvo lugar una convocatoria secundada por cerca de diecinueve mil personas. De ellas, más de cuatro mil se hallaban refugiadas a las cinco de la tarde en la iglesia de San Francisco de Asís, en el barrio de Zaramaga, donde celebraban una asamblea. Ante la dificultad de enfrentarse a tal multitud, los mandos de la Policía Armada, que dependía del Ministerio de la Gobernación, dieron la orden de utilizar cualquier medio para disolverla. Los agentes lanzaron gases lacrimógenos al interior de la iglesia y, cuando los congregados se vieron obligados a salir, los «grises» los golpearon, les dispararon pelotas de goma y abrieron fuego con proyectiles de caza mayor, matando a cinco personas e hiriendo a ciento cincuenta. Ante las críticas por la matanza, Fraga Iribarne pronunciaría su célebre frase «la calle es mía».

  ¿Se imagina el señor Zoido a alguien con semejantes credenciales participando en la redacción de la Constitución alemana? Es comprensible que el actual titular de Interior no vea nada reprobable en la biografía de Fraga, a la vista de cómo le elogió, con motivo de su fallecimiento, la «abnegación, esfuerzo y honradez». En la misma línea se había expresado Mariano Rajoy, a quien Zoido debe el cargo, el día siguiente al de la muerte del ex ministro franquista, afirmando que este había sido «uno de los políticos más grandes del siglo», o el entonces presidente de honor del PP, José María Aznar, que con motivo de la misma efemérides nos recordó que «en tiempos de tanta pequeñez es importante que tengamos siempre en la memoria a los grandes». La grandeza de Fraga parece innegable. Y la memoria de los miembros del partido que fundó, selectiva.


  6 de diciembre de 2017.


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