El carnaval de la democracia (II)

  

   Leer la primera parte.


  Aunque en esas exequias no solo se escucharon las alabanzas de innumerables dirigentes del Partido Popular, varios de ellos en el gobierno actual. La entonces reina consorte, y su hijo, el actual rey, hicieron llegar una corona de flores, y destacaron la condición de «servidor del Estado» de Manuel Fraga. Y si bien el hoy rey emérito, jefe del Estado a la sazón, evitó las declaraciones institucionales, no se abstuvo de pronunciar ante la prensa su lacónico pésame. «Una pena», afirmó. 

  Así lloraban la derecha política y la Corona la desaparición de Fraga hace poco más de un lustro. Trece meses antes, la organización Wikileaks había comenzado a filtrar a la prensa internacional centenares de miles de cables con información sensible de interés político. Gracias a todo lo desclasificado desde entonces puede reconstruirse una parte de la historia de la transición española. Por esos documentos sabemos de la animadversión de Adolfo Suárez hacia Manuel Fraga, y cómo en 1975 el embajador norteamericano Wells Stabler hizo llegar a Henry Kissinger, su secretario de Estado, el resultado de una reunión mantenida con Suárez poco antes de la muerte de Franco en la que este afirmaba que «Fraga sería un desastre como presidente», pues su trayectoria inspiraba «una profunda desconfianza». El propio Stabler, quien también se reunió con Fraga, recelaba de este y del partido que acababa de fundar, Alianza Popular, dado que le parecía «una relación antinatural entre personas que solo tienen una cosa en común, el rencor». Al embajador estadounidense le preocupaba la proximidad de los miembros de AP a la extrema derecha por lo que esta podía tener de elemento desestabilizador del incipiente proceso de democratización que había de vivir España. Fraga, que asumía que las sospechas de Stabler «merecían consideración», trató de convencerle con la promesa de incorporar a su proyecto «figuras más centristas», pero no debió de tener mucho éxito a juzgar por las conclusiones finales del diplomático, en las que afirmó que «[continuaba] pensando que Alianza Popular [era] un arma de doble filo».

  Schumann también tiene frío. Cada vez más aovillada, su cuerpo ha ido acercándose al mío debajo del nórdico. Por cómo me observa, imagino que estará maldiciendo otra vez esta maldita tendencia mía a divagar. Yo le devuelvo la mirada. «La ponencia constitucional…». «Sí, enseguida regresamos a eso». Soy consciente de que no he cerrado nada, pero es que todavía hay varios mascherati que deben entrar en escena.

  El 5 de febrero de 2012, la revista alemana Der Spiegel publicó algunos extractos del despacho 524, que el embajador alemán en Madrid en 1981, Lothar Lann, envió al gobierno federal del socialdemócrata Helmut Schmidt tras haberse reunido con Juan Carlos de Borbón en la Zarzuela el 26 de marzo de ese año. Según el mayor semanario europeo, el monarca deseaba aumentar el peso internacional de España en esas fechas, y ganar el favor de la República Federal Alemana, socio clave para conseguir la integración en la Comunidad Económica Europea y la OTAN, razones que explican que se abriera al embajador haciéndole una serie de confesiones que figuran en el citado cable. Según se desprende del informe de Lahn, el rey disculpaba la actitud de los militares que habían perpetrado el fallido golpe de Estado en España hacía algo más de un mes, arguyendo que sus «cabecillas solo pretendían lo que todos deseábamos. Concretamente, el restablecimiento de la disciplina, el orden, la seguridad y la tranquilidad». Además de ello, responsabilizaba a Adolfo Suárez de ser el culpable último de la rebelión, y manifestaba su voluntad de interceder por los golpistas ante el gobierno y los tribunales españoles para que «no les ocurriese demasiado». No es necesario recordar que al general Alfonso Armada, el principal de esos cabecillas, le sería concedido el indulto a finales de 1988 por problemas de salud, por lo que pudo disfrutar de libertad el último cuarto de siglo de su vida tras haber cumplido solo siete de los treinta años a los que fue condenado inicialmente. A la luz de estas revelaciones, Der Spiegel se pregunta si no era el rey «en secreto, el reaccionario que había educado Franco».

  Como sabemos por el documental de Miguel Courtois, Moi, Juan Carlos, roi d’Espagne, estrenado en 2015 pero por el momento vetado en España, en noviembre de 1948 Juan Carlos de Borbón fue llevado por primera vez a «su» país para que, según lo acordado entre su padre y el dictador, este último pudiera ejercer la tutela del joven infante, quien recibiría así «una educación acorde a su rango». Tras pasar los primeros años en un colegio diseñado para él e ingresar más tarde en la Academia General Militar y la universidad, queda al cargo de su educación durante un tiempo el constitucionalista Torcuato Fernández Miranda. Entretanto, fue desarrollándose entre Franco y Juan Carlos una cierta complicidad, a tal punto que «el Caudillo», personaje por lo demás hermético, se mostraba en cambio cordial y conversador con el futuro monarca. El «idilio» culminaría, en julio de 1969, con el nombramiento por parte de las Cortes franquistas de Juan Carlos de Borbón como sucesor del general, a título de rey, para lo cual este hubo de jurar «(…) lealtad al jefe del Estado y fidelidad a los principios del Movimiento Nacional (…)», en otras palabras, a la legitimidad surgida de un golpe militar. Podría excusarse semejante juramento como una formalidad obligada (según manifestaría el soberano en 2015, todos los cambios que habría de vivir el país no hubieran podido llevarse a cabo sin los pasos que exigían gestos de estas características), pero la valoración del legado político y la persona de Francisco Franco, escuchada de boca de su sucesor ante las cámaras de la televisión suiza pocos meses después del nombramiento, resulta reveladora. Sobre lo primero, el entrevistado resalta cómo «nos sacó de… resolvió la crisis de 1936 (…). Tras esto, jugó políticamente para sacarnos de la Segunda Guerra Mundial (…)», además de haber «sentado las bases para el desarrollo que en nuestros días puede constatarse». Acerca de lo segundo, pone de relieve su «ejemplo (…), por su desempeño patriótico al servicio de España», por todo lo cual «(…) tengo por él un gran afecto y admiración (…)». Como se ve, un guiño a la figura del dictador no tan impuesto por el protocolo.

  Seis años más tarde, un Franco próximo ya a la agonía firmaba sus últimas sentencias de muerte después de que tres miembros del FRAP y dos más de ETA político-militar no obtuvieran el indulto tras diversos consejos de guerra sumarísimos. La oposición internacional fue rotunda. El observador judicial suizo Christian Grobet denunció los procesos, en nombre de la Federación Internacional de Derechos Humanos y la Liga Suiza de Derechos del Hombre, como una «siniestra farsa»; se formularon peticiones de indulto por parte de la Comunidad Económica Europea, las Naciones Unidas y la Santa Sede; protestas populares se extendieron rápidamente por las principales ciudades, registrándose en muchas de ellas fuertes disturbios que incluyeron el asalto a numerosas delegaciones españolas; tuvo lugar la retirada de embajadores de Madrid, la expulsión del representante español en México, que suspendió inmediatamente las relaciones bilaterales y solicitó que España fuera apartada de la ONU; así, como la aprobación, en Copenhague, de una moción de protesta contra las condenas que reclamaba el veto a la entrada española en la OTAN. Pero todo fue en vano. Acorralado, mientras el régimen daba sus últimos coletazos, el dictador no mostró misericordia y, en una grotesca y frustrada tramoya final, tuvo que consentir en fusilar a los reos pues fue incapaz de reunir a los verdugos necesarios para que las condenas se hubiesen ejecutado, conforme era su deseo, con el garrote vil. Cuatro días más tarde, con la voluntad de reafirmar la decisión y de mostrar el rechazo popular a lo que se consideraba injerencias extranjeras, se organiza una multitudinaria manifestación de adhesión al régimen en la plaza de Oriente. En el balcón del Palacio Real, al lado de un fantasma tembloroso que pronuncia su breve arenga con un hilo de voz, Juan Carlos de Borbón posa con la severidad de un futuro jefe de Estado.

  «No me mires así, Schumann. Es que era un fantasma tembloroso». «Era un asesino infame, me niego a sentir lástima por esa cosa». «Tu razón se rebela. Pero piensa que las emociones, muchas veces, no dependen tanto de la virtud que tiene el objeto de movernos a ellas como de nuestra capacidad para experimentarlas. En cualquier caso, haces bien escuchando a tu razón. Fueron más de medio millón los muertos durante la guerra civil y los años inmediatos. Hubo una caída de la natalidad equivalente… Solo la represión acabó con doscientas mil vidas. Más de cien mil desaparecidos de los que nada se sabe, que ni han podido ser identificados… En realidad, era un militarucho soberbio y con aires de grandeza, un gobernante inepto y mojigato que se rodeó de un equipo de incompetentes sin escrúpulos, todos con el delirio de hacer de los restos de un imperio decadente una gran nación llamada, al abrigo de los fascismos europeos, al cumplimiento de lo que creían una empresa superior. Cuando se vio que el sueño nunca sería posible, su miedo cerval y su odio al comunismo le sirvieron de palanca para mantenerse a flote con el apoyo de los Estados Unidos, expertos en esas suertes parasitarias. Al final, ellos mismos fueron chinches de su propio pueblo, al que esquilmaron cínicamente convencidos de que la patrimonialización de las instituciones del Estado y los recursos del país era un pecado que la eternidad les perdonaría. Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios. Pero lo peor no fueron solo los crímenes y todo el daño infligido a un país que florecía cultural y acaso políticamente a comienzos del siglo pasado. El resultado del largo oscurantismo de posguerra habría de perdurar en esas mismas instituciones, así como en gran parte de una sociedad varias de cuyas generaciones perpetuarían, junto al natural instinto de supervivencia, la autocensura y el sometimiento como modeladores de su carácter. Décadas después, ese yugo aún pesa sobre la libertad de muchos. Y es que lo peor fue la herencia, Schumann, la maldita herencia».

  Un último vistazo a 1969 nos ayudará a ubicar la naturaleza, las dimensiones y los propósitos de ese germen. Franco había elegido en julio a Juan Carlos como  sucesor, pero es en su discurso navideño cuando el dictador nos ofrece una interpretación política de esa maniobra, que puede leerse en términos de la influencia que él le atribuía sobre la configuración del futuro ordenamiento constitucional y el afianzamiento de unas estructuras que, tras su desaparición formal, debían seguir funcionando de facto. «Todo ha quedado atado y bien atado», prometió el general en esa alocución. Sí, pero ¿entre quién? Por mucho que el conjunto de los poderes del Estado, transmitidos sin mengua al nuevo monarca, confiriesen a este una jurisdicción total sobre la nación, era ilógico suponer que los elementos reformistas internos y las exigencias internacionales, tendentes a la apertura, se avendrían a convivir por mucho tiempo con la anomalía de un absolutismo anacrónico. Sin embargo, no parecía tan incompatible con la modernización del país y su previsible voluntad de ingreso en los organismos internacionales, incluso a ojos del exterior y sobre todo una vez asumida que su forma política podía ser la de una monarquía parlamentaria, que se repitiera en este caso una situación común a la de otros Estados con idéntica conformación, a saber, la conjunción en la persona del soberano de la jefatura del Estado y del mando supremo de las fuerzas armadas. La primera podía terminar adoptando un valor efectivo meramente institucional. Pero la segunda implicaba la cohabitación de la cúpula momentánea del poder con un estamento como el militar, que si en la España de principios de los 70 era de carácter franquista, en la segunda mitad de la década —y más allá— iba a mantener un núcleo duro claramente reaccionario como consecuencia de la no depuración que sí se había vivido en otros tránsitos postdictatoriales como el alemán.

  ¿Qué permitía esta vía? Por lo pronto, que una parte tan central del funcionariado franquista como había sido el Ejército mantuviese garantizado («atado») su vínculo con las cúpulas del poder. Esta voluntad puede visualizarse en el gesto que había tenido «el Caudillo» años atrás, cuando obsequió al joven Borbón con un retrato de su abuelo Alfonso XIII y lo hizo instalar en la Zarzuela, en el despacho de su sucesor, donde este lo conservaría durante todo su reinado. Se trataba, sin duda, de un gesto preñado de simbolismo, pues la monarquía de Alfonso XIII no solo había marcado el inicio de una etapa de clara intervención del Ejército en la vida política del país, sino que puede considerarse un verdadero paradigma de la alianza entre monarquía y dictadura, en este caso la de Primo de Rivera.


  10 de diciembre de 2017.


  Leer la tercera parte.


ESTE SITIO FUE CONSTRUIDO USANDO