El carnaval de la democracia (IV)

  

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  «Pero, entonces» —me interrumpe Schumann—, «¿por qué se produce el golpe igualmente?». Respiro hondo y la miro. La verdad es que no sé por dónde empezar. «¿Tienes sueño?» —le pregunto—. Ella menea la cabeza y sonríe, se me acerca un poco: «Dispongo de todo el tiempo del mundo».

  Durante los años cuarenta, el régimen franquista se había entregado al sueño de la autarquía. Los dirigentes de la dictadura creyeron, tal vez convencidos de una victoria del Eje en la Segunda Guerra Mundial, que la autosuficiencia de la economía española podría prolongarse hasta que el desenlace bélico que deseaban se produjera efectivamente. Pero tal cosa no ocurrió y, a finales de la década, la realidad había puesto a cada cual en su sitio. En el caso de España, ese lugar era bastante oscuro: completamente aislado, el país no solo no pudo beneficiarse del plan Marshall para la reactivación económica de los países arrasados por el conflicto (y ello debido, sobre todo, a la convicción estadounidense de que la economía española no era una buena inversión), sino que además se había ganado la antipatía de los principales gobiernos y su opinión pública, que no le perdonaban el «pecado original» de haberse posicionado junto a Hitler y Mussolini. Carente de cualquier legitimidad democrática a los ojos del mundo, el gobierno español tenía además que lidiar con el desprecio personal que al presidente Truman (bautista a quien el catolicismo no agradaba lo más mínimo) le inspiraba un régimen al que atribuía graves deficiencias en materia de libertad religiosa.

  Sin embargo, según va constatándose el alejamiento de posiciones entre los Estados Unidos y la URSS que conduce a la ruptura definitiva con la que se da por inaugurada la guerra fría, y la implantación de la doctrina Truman de resultas del informe del diplomático George F. Kennan, los Estados que pueden suponer un freno al comunismo internacional comienzan a entrar en la órbita de posibles aliados norteamericanos, al margen de otras consideraciones. Pocas cosas hay que definan con mayor precisión la naturaleza del régimen franquista que su acendrado anticomunismo, por lo que es a partir de este momento cuando, desde el otro lado del Atlántico, comienza a verse conveniente un cierto acercamiento a España sin que sea necesario cuestionar la continuidad de su dictador. Necesidad que se hace más patente cuando, en 1949, tiene lugar el triunfo de Mao Zedong en la Guerra Civil china y los soviéticos hacen explotar su primera bomba atómica. Al año siguiente, además, estos proporcionarían apoyo armamentístico, en la Guerra de Corea, a la República Popular. Para entonces, y durante el lustro subsiguiente, la caza de brujas del senador McCarthy constituye el más vivo síntoma de que el comunismo ha pasado a convertirse en el gran enemigo nacional de los Estados Unidos.

  En este contexto, está de más abundar en los motivos que puedan explicar el interés mutuo para que se produzcan los primeros acuerdos. Por el lado norteamericano, existía la premura de poseer una buena infraestructura militar en una zona de la importancia geoestratégica de la península Ibérica; por el lado español, a la necesidad de una inyección financiera que hiciera reflotar su maltrecha economía, se sumaba la de la ayuda militar y, sobre todo, la de un apoyo político tan central como el estadounidense, que era la puerta más directa hacia el pleno reconocimiento internacional. Así, pocos meses después del estallido de la Guerra coreana, el gobierno de Franco recibe un crédito de más de 62 millones de dólares, préstamo al que seguirían otros, amén de diversas ayudas alimenticias. Parecía que las exigencias democratizadoras norteamericanas iban diluyéndose en el pragmatismo, y la tendencia no haría más que afianzarse durante la siguiente administración, con el general Eisenhower como presidente, y ello a pesar de las dificultades que plantearían las excesivas exigencias de «el Caudillo» quien, como contrapartida, se mostraba renuente a cambios significativos en su sistema político.

  Sin embargo, las negociaciones estaban en marcha desde 1952, y cristalizarían en los Convenios Hispano Americanos (el denominado «Pacto de Madrid»), suscritos el 26 de septiembre de 1953. Sin llegar a alcanzar la categoría de tratado —para lo cual el gobierno estadounidense hubiera necesitado la aprobación de un Senado cuyos miembros no estaban muy por la labor de oficializar su apoyo político al régimen franquista—, se trató en realidad de una tríada de acuerdos ejecutivos: de asistencia técnica, de cooperación económica y de defensa mutua. Por el primero, los Estados Unidos se comprometían a proveer al régimen de suministros de material de guerra, dado que los recursos armamentísticos españoles consistían, en su mayor parte, en los proporcionados por Mussolini durante la Guerra Civil, razón por la cual era urgente una renovación. En virtud del segundo —que entraría en vigor en 1956—, los norteamericanos realizarían una serie de donaciones y, fundamentalmente, de créditos. Llegaba así a España la ayuda económica de la que otros países se habían beneficiado gracias al plan Marshall, pero en condiciones mucho peores. Y es que, mientras que las ayudas de dicho plan habían consistido íntegramente en donativos, esta inyección se basaba en los préstamos. Para mayor miseria, solo un 30% de lo recibido era ayuda real, pues el 70% restante debía servir para financiar la infraestructura militar que los norteamericanos instalarían en España, si bien es cierto que los porcentajes se invirtieron de forma más favorable para el gobierno de Franco en los años siguientes. En cuanto al acuerdo de defensa mutua, es quizás el más conocido, pues suponía la construcción de un total de 44 destacamentos en territorio español, entre los que se encontraban las bases aéreas de Morón, Torrejón y Zaragoza, y la base aeronaval de Rota. Estas quedarían unidas por un oleoducto de 800 kilómetros de longitud, y sometidas a un régimen de utilización conjunta con mando y seguridad exterior a cargo de España y supervisión y vigilancia estadounidenses. No obstante, en 1979 se conoció la existencia de una cláusula secreta en este acuerdo, según la que, si se producía una «amenaza para la seguridad de Occidente», los Estados Unidos podrían hacer uso de las bases unilateralmente, a condición de que se estableciera una comunicación recíproca de los respectivos planes de acción. Hay que destacar el texto de la cláusula: «(…) para la seguridad de Occidente». En realidad, no era la seguridad de España aquello que se estaba garantizando, sino la de Estados Unidos. Dicho de un modo más claro: se había vendido la soberanía de una parte del territorio. Sin embargo, el dictador justificaría la construcción de las bases por la supuesta existencia de una amenaza soviética que se cernía sobre el país. Para terminar, los acuerdos comprometían al gobierno español a introducir medidas liberalizadoras en su economía. Era el principio de una historia cuyos últimos capítulos conocemos bien.

  Pero este proceso de apertura en ciernes tenía otros frentes. Solo un mes antes, el 27 de agosto, se había firmado el Concordato entre el Estado y la Santa Sede. El convenio concedía a la Iglesia importantes privilegios en España, como exenciones fiscales, el monopolio sobre la enseñanza religiosa y el culto público, la potestad censora sobre determinados contenidos culturales o el derecho a la construcción de universidades, entre otros. A cambio, el régimen obtenía el apoyo explícito del Vaticano, que cedía a la persona del dictador la facultad para el nombramiento de los obispos. De esta manera, junto con el reconocimiento político que había significado el «pacto de Madrid», Franco podía decir que comenzaba a contar con el visto bueno del Imperio y de la Iglesia.

  Las consecuencias del primero irían materializándose a lo largo de la década. Aun a regañadientes, y debido sobre todo a las presiones y maniobras norteamericanas, la Organización de las Naciones Unidas acabaría aceptando el ingreso de España en su seno el 14 de diciembre de 1955, apenas nueve años después de la resolución que le cerró sus puertas, y concluyendo de ese modo la ronda de incorporaciones a otros organismos adscritos a la organización que había dado comienzo en 1951. En 1959, año de la visita del presidente Eisenhower a Madrid, se produce el espaldarazo definitivo con el aval de la Organización Europea de Cooperación Económica y el Fondo Monetario Internacional al Plan Nacional de Estabilización Económica, que permite, conforme a lo exigido por el gobierno norteamericano seis años atrás, la ruptura con la política autárquica mediante la introducción de medidas liberalizadoras. El «milagro económico español» de los sesenta estaba servido. Y los Estados Unidos tenían su nuevo satélite.

  «Entiendo…» —murmura Schumann—. «Hemos retrocedido un poco, ¿no?». «¿Te aburro?». «¡En absoluto! No sabía lo del oleoducto». Si hay algo que adoro de Schumann es su ironía, pero de algún modo siento que, pese a la hora, a ambos nos apetece continuar. «The only way to get rid of a temptation is to yield to it», escribió Oscar Wilde. Adelante, pues. «Cuando pretendes controlar a otro país para que te sirva de defensa ante un enemigo superior, lo primero que debes evitar es que ese país se pase al enemigo. Y si Estados Unidos le había declarado la guerra al comunismo, sus comparsas debían ser inoculados contra la misma enfermedad. ¿Cómo? El ejemplo de la vacuna no es gratuito». «No me hables ahora con metáforas. ¿Qué quieres decir?». «¿Qué es una vacuna, Schumann?». «Gérmenes debilitados de la enfermedad que se desea combatir». «Pues eso».

  Ahora que Estados Unidos comenzaba a ejercer un cierto control sobre la Península, el siguiente objetivo era garantizar esa situación en el futuro. En 1947 se había creado oficialmente la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés), viniendo a poner un poco de orden en lo que hasta el momento había sido una amalgama de servicios secretos carente de una verdadera centralización. Un año después, el Consejo de Seguridad Nacional de los Estados Unidos concedió autoridad a la recién fundada agencia para que pudiera llevar a cabo operaciones encubiertas «contra Estados o grupos extranjeros hostiles o en apoyo de Estados o grupos extranjeros amigos». Para eludir cualquier sombra de sospecha, se estableció la siguiente directriz: «las operaciones deben ser planificadas y realizadas de forma que el Gobierno de Estados Unidos no pueda tener responsabilidad sobre ellas (…), y no resulten evidentes a ojos de personas no autorizadas; en caso de que fueran destapadas, el Gobierno de Estados Unidos podrá negar cualquier responsabilidad en ellas». No detallaremos a continuación la responsabilidad que a dichas «operaciones» puede atribuírsele sobre infinidad de acontecimientos políticos que han tenido lugar a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, y todavía hoy. Pero es interesante observar cómo algunas de ellas sirvieron para configurar el escenario europeo durante ese periodo.

  Ya en la década de los cincuenta, al Imperio comenzaba a preocuparle la sucesión del franquismo. Por una elemental cuestión de inercia histórica e imperativos económicos y estratégicos, el futuro político de España pasaba por la instauración de un sistema democrático. Hasta el momento, el «Movimiento Nacional» tenía su expresión política en un partido único —la Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista—, pero, con el cambio de régimen, las asociaciones que ahora pervivían clandestinamente en el exilio terminarían reclamando su papel en la vida política del país. A este respecto, los Estados Unidos necesitaban asegurarse de que partidos como el PSOE (de inspiración marxista) o el PCE (de tendencia marxista-leninista) servirían para canalizar el anhelo de libertad y democracia populares de una forma mucho más controlada de lo que sus siglas y su ideario sugerían. Con este objetivo, los servicios secretos norteamericanos  comenzarían, a finales de los cincuenta, a utilizar a jóvenes socialistas como fuente de información de lo que se cocía en la oposición comunista. Sirvieron a tal propósito hombres como Carlos Zayas, Joan Raventós, José Federico de Carvajal, José Pedro Pérez-Llorca o Enrique Múgica.

  «Espera, estos dos últimos nombres me suenan». «Tienes buena memoria. Pérez-Llorca sería uno de los ponentes de la Constitución». «¿Y Múgica?» «A Múgica lo recuerdas porque fue uno de los «negociadores» de gran parte del articulado del texto cuando el anteproyecto había entrado en la Comisión de Asuntos Constitucionales». «Tuvieron un papel destacado en la confección de la carta magna». «Así es. Y veinte años atrás ya ves por dónde andaban. Múgica terminaría apareciendo, a principios de los ochenta, como enlace de la CIA y el Mossad en la Brigada Antigolpe, una unidad del Ministerio del Interior creada tras el 23-F para controlar posibles maniobras involucionistas, pero de momento «solo» era un joven adinerado de ascendencia judío-polaca por parte de madre que militaba en el PCE y no tardaría en dar el salto al PSOE. En cuanto a Pérez-Llorca, ocuparía diversos ministerios durante la transición, pero su relevancia se entiende a la luz del estrecho vínculo que también mantuvo con la Comisión Trilateral, una organización internacional privada que aglutina a destacados nombres de la política, las finanzas y el mundo académico de las tres principales áreas de la economía capitalista.

  Las cautelas estadounidenses nacen a raíz de la efervescencia izquierdista que puede intuirse en los sesenta, cuando las luchas obreras y la agitación universitaria les hacen contemplar con temor la posibilidad de una mayoría comunista a la muerte de Franco. Al cabo, el dictador era ya un septuagenario, y había que ponerse manos a la obra para que un desenlace precipitado de los acontecimientos no los cogiera desprevenidos. Para ello, idean la construcción de un nuevo partido que, atractivo externamente, resultase manejable desde dentro. Tal proyecto, desde luego, era mucho más efectivo si se trabajaba sobre la base de algo genuino, de modo que el experimento consistió en reconvertir al PSOE en un organismo dócil al servicio de sus intereses. Y es que una olla a presión puede resultar peligrosa si le pones la bota encima, pero es absolutamente previsible e inofensiva si permites que la válvula libere lentamente el vapor. La reconfiguración del partido, así como la aniquilación paralela de la izquierda comunista, corrió a cargo, por supuesto, de la CIA, que había sido creada precisamente para semejantes menesteres, y contó para ello con la ayuda de la socialdemocracia alemana y la Internacional Socialista de Willy Brandt. Algo muy parecido ocurrió también en Portugal, con el agravante de que allí no existía un partido socialista y hubo que inventarlo. Cuando se fundase el PS portugués, en 1973, su primer secretario general sería Mario Soãres, que estaba teniendo contactos con la agencia norteamericana también desde los sesenta, y que recibiría, al regresar a su país tras el derrocamiento de la dictadura, ayuda clandestina directa de Estados Unidos, Francia, Reino Unido y la República Federal de Alemania, e indirecta a través de diversas fundaciones y empresas.  

  En cuanto a la operación diseñada para España, puede constatarse su génesis si se sigue la pista a los militantes del PSOE que terminarían haciéndose, en 1974, con la ejecutiva del partido en el Congreso de Suresnes. Fundado clandestinamente en 1879 por un grupo de trabajadores e intelectuales entre los que se encontraba su primer líder, Pablo Iglesias Posse, el Partido Socialista Obrero Español fue en sus inicios un partido obrero y de clase, de orientación marxista, como lo demuestra su adhesión a la Segunda Internacional. En su primer congreso, celebrado en 1888 en Barcelona, Iglesias abogaba por una actitud de guerra constante contra los partidos burgueses, pues no podía mostrarse benevolencia ante quienes no reivindicasen cuestiones tan elementales como el derecho del obrero al producto íntegro de su trabajo. Tras la Revolución rusa de 1917, la línea oficial del partido se había alejado lo bastante de quienes eran más proclives a la idea de una revolución bolchevique como para que, dos años después, con la crisis de las Internacionales, se dieran los primeros pasos que conducirían a la escisión entre socialistas y comunistas, fundándose en 1921 el PCE de resultas de la unión del Partido Comunista Español y el Partido Comunista Obrero Español. La siguiente gran crisis del partido se produjo en 1923, entre quienes se inclinaban a consentir una cierta colaboración con el recién instaurado régimen militar de Primo de Rivera que garantizase el funcionamiento sindical, y los detractores de esta postura. Optando por lo primero, y manteniendo una política menos activa que la del PCE y la CNT en su oposición a la Dictadura, el PSOE y su organización sindical, la UGT, pudieron esquivar la persecución del régimen de Primo de que sí fueron objeto los comunistas. Durante la Segunda República, el partido acordó la colaboración con otros grupos de la oposición burguesa, haciendo suyo un programa común cuyo propósito era derrocar a Alfonso XIII para instaurar en el país un régimen democrático y republicano. Pero la Guerra Civil condujo a la ilegalización del PSOE en el bando sublevado, mientras que, en la zona republicana, Juan Negrín, que llegó a ser presidente del Gobierno hasta 1945, se centraba en la reconstrucción del Estado y la vana búsqueda de apoyos internacionales. A partir de 1944, el secretariado general cayó en manos de Rodolfo Llopis, quien mantuvo, durante casi tres décadas de exilio forzoso, la línea marxista y federalista que la CIA se ocuparía de enviar «al estercolero de la historia». Veamos cómo.

  Según constata el comisario Manuel Ballesteros García, uno de los más crueles torturadores de la Brigada Político-Social en la época final del franquismo, a principios de la década de los setenta podía constatarse, en un mundo tan vinculado a la clandestinidad como el universitario, un resurgimiento del PSOE que parecía responder a la voluntad de hundir al PCE. Mientras los comunistas eran detenidos, a los socialistas se les dejaba campar a sus anchas y se hacía la vista gorda permitiéndoles pasar propaganda y documentos internos del partido, todo ello con la anuencia de los mandos policiales. Esta situación, relatada por un criminal del régimen poco sospechoso de simpatías comunistas, no es más que el síntoma de una operación que venía organizándose desde la década anterior. Por esos años, es sabido que la inteligencia norteamericana ya había puesto en marcha una red para financiar al PSOE a través del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD, por sus siglas en alemán). Pero el PSOE era en ese momento una compleja entidad bicéfala cuya rama histórica estaba a punto de desaparecer.

  Con el final de la Guerra Civil y la ilegalización de todos los partidos menos la FET y de las JONS, las demás agrupaciones políticas se vieron desterradas a una clandestinidad que las condenaba a celebrar sus congresos fuera de España. En el caso del PSOE, su secretario general desde 1944, el pedagogo valenciano Rodolfo Llopis, se había radicado en Francia junto con otros militantes en lo que dio en denominarse el PSOE «exterior». Llopis, cofundador también de la UGT y su máximo dirigente entre 1956 y 1971, había ostentado el cargo de presidente del Gobierno de la Segunda República en el exilio bajo la presidencia de Diego Martínez Barrio. Gran promotor de la construcción y equipamiento de escuelas primarias en España antes de la dictadura, demostró su integridad y una insobornable fidelidad a los principios socialistas a lo largo de una vida consagrada en gran parte a la enseñanza. Cuando, en 1972, se celebró en Toulouse el XXVº Congreso del PSOE (XIIº en el exilio), se había afianzado ya una segunda línea dentro del partido que primaba el trabajo de los socialistas que permanecieron en el país, por contraposición a los del sector histórico, el de los exiliados encabezados por Llopis, cuya labor los militantes del sector renovado consideraban que no constituía una oposición efectiva al régimen. Era precisamente para tratar de hacerse con la dirección del partido por lo que los socialistas del interior habían convocado ese congreso, al que Llopis ni asistió ni concedió legitimidad alguna, y cuya cifra de concurrentes seguramente fue inflada, pues no se correspondía con el número de delegados conocidos en el interior. Los militantes del sector renovado, entre los que se contaban nombres como el de Nicolás Redondo, Felipe González, Enrique Múgica, Alfonso Guerra o Ramón Rubial, ofrecieron a Llopis, desde la ejecutiva colegiada que había surgido del congreso y con el propósito de desbancarle de la secretaría general de una forma más elegante, la presidencia del partido, pero este la rechazó por una cuestión de principios y organizó, a su vez, lo que él consideraba el congreso legítimo, que se celebraría a finales de año, y al que asistieron 212 delegados del exterior y 47 del interior. De resultas de esta duplicidad de congresos, el partido terminaría escindiéndose definitivamente en dos sectores por completo separados: el «renovador», integrado por los miembros del partido en el interior, y el histórico —con Llopis al frente— que sería el germen del Partido de Acción Socialista (PASOC). Ambas facciones pugnaron por conseguir el reconocimiento de la Internacional Socialista, que creó una comisión especial para estudiar el caso, y terminaría validando como «legítimo y legal» el primero de los dos congresos. Finalmente, en el XXVIº Congreso del partido, celebrado entre los días 11 y 13 de octubre de 1974 en la localidad francesa de Suresnes, a las afueras de París, tuvo lugar el encumbramiento definitivo de Felipe González, que se hizo con la secretaría general del PSOE con el aval del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), presidido por Willy Brandt, que en poco tiempo lideraría la Internacional Socialista.

  Para comprender mejor el poder y la influencia que había logrado en tan poco tiempo el sector interior del PSOE, solo hay que fijarse en los apoyos que tuvo. Al menos desde 1970, figuras como Willy Brandt, Max Diamant, Enrique Múgica y Hans Mattholfer habían comenzado a participar en la red que financiaba las actividades del partido. Diamant era asesor del Sindicato del Metal alemán. Múgica, a quien el dinero le llovía a espuertas desde diferentes lugares de Europa, era militante del partido, y solo una década después ya parecían probados, al igual que en el caso de Brandt, sus vínculos con la CIA. Mattholfer, otro notorio sindicalista alemán, contaba con la suficiente influencia como para lograr que su contacto en la UGT, Carlos Prado —que había sido encarcelado en España por delitos comunes—, fuera puesto en libertad sin demasiados problemas. El mismo Llopis denunciaría que «Hans Mattholfer protege y ayuda económicamente a los escisionistas del PSOE». Otro personaje que tomaría parte activa en el auge del sector renovado del partido y, consiguientemente, en la defenestración de Llopis, fue el dirigente de las Juventudes Socialistas de la UGT, Manuel Simón, quien sería expulsado de Portugal tras la Revolución de los Claveles acusado de ser agente de la inteligencia norteamericana. El entramado financiero estaba perfectamente estructurado poco después de mediada la década. Carmen García Bloise, militante socialista miembro de la recientemente resucitada Fundación Pablo Iglesias, y con estrechos vínculos también con la socialdemocracia alemana, se ocupaba de la captación de fondos y militantes. Aquellos se canalizaban a través de la Friedrich Ebert Stiftung (de los socialdemócratas), de la cual la Fundación Pablo Iglesias no era más que una suerte de sucursal, o de la Konrad Adenauer Stiftung (democristiana), y procedían de la CIA como parte de las operaciones de «construcción de la democracia», según revelaría en 1987 el ex agente de los servicios secretos norteamericanos Philip Agee. Por supuesto, el acceso a estos fondos comprometía a sus beneficiarios a una actuación que, respecto a los Estados Unidos, se mantuviese en la línea de «contribuir al desarrollo de acciones políticas en el extranjero para enfrentar el desafío global soviético», y ello debía llevarse a cabo mediante actividades que englobarían no solo a gobiernos, partidos, cámaras de comercio e industria o sociedades profesionales, sino también a medios de comunicación, universidades, cooperativas y, en fin, un sinnúmero de organizaciones de todo tipo entre las que también se contaban los sindicatos. A este respecto, en 1979 era ya conocido el apoyo económico que la UGT había recibido de los sindicatos verticales estadounidenses.

  Schumann se incorpora un poco y se pone de lado, recostada sobre un codo. «Y todo ese apoyo» —quiere saber—, «¿llegaba con el consentimiento de las autoridades franquistas?». «Por supuesto. Ya te he mencionado antes el testimonio del comisario Ballesteros. A los militantes socialistas les habían puesto una alfombra roja. En particular a Isidoro, que era el nombre falso con el que Felipe González se movía en la clandestinidad. Había orden directa de no detenerlos, y especialmente a él, que se convirtió en intocable. La idea no estribaba únicamente en acabar con el PCE, que estaba cargando con todo el peso de la represión en las calles, sino en configurar un partido «de izquierdas» que quedase al mando de una figura de primer orden cuya misión debía consistir en una actualización controlada del régimen. Todo ello formaba parte de un plan cuyos detalles pormenorizaba la denominada «Operación Primavera», que fue diseñada por el Servicio Central de Documentación (el corazón de la inteligencia española, que había sido fundado en enero de 1972) y la CIA. Poco antes de su puesta en marcha, los futuros integrantes del SECED se reunieron con Vernon Walters, el oficial y diplomático estadounidense que estaba a punto de ser ascendido a subdirector de la agencia norteamericana. Walters es un personaje central en la historia de la transición española, y enseguida regresaremos a él. Por lo pronto, desde marzo de 1972, los agentes del SECED estaban supervisando la evolución de los diferentes actores que pretendían tomar parte en el inminente proceso de actualización democrática, calibrando su izquierdismo, y procurando que el nuevo PSOE fuese acercándose a la moderación pragmática que propugnaban Willy Brandt y el SPD. Todo lo que estuviese a la izquierda de la socialdemocracia debía ser purgado, falsificado, si me aceptas la expresión. De hecho, fue el propio SECED quien proporcionó a los militantes del PSOE del interior los pasaportes para que pudieran acudir al Congreso de Suresnes, y quien dio escolta personal a Felipe González. Una vez allí, el Ministerio de la Presidencia español se puso en contacto con sus homólogos alemanes, y Gustav W. Heinemann, el Ministro de la Presidencia alemán, notificó a instancias de aquellos a Willy Brandt que debía darle su patente al PSOE renovado. Cuando regresaron del congreso, ya en España, un comisario de policía detuvo a Felipe González, creyendo tal vez que haber interceptado a aquel joven militante clandestino le valdría un ascenso. Lo que le valió fue una bronca considerable. Suéltelo inmediatamente —le espetaron sus superiores—, es uno de los nuestros».


  6 de enero de 2018.


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