El carnaval de la democracia (V)

 

  Leer cuarta parte.


  «De acuerdo» —Schumann parece ahora francamente interesada—, «pero hay cosas que no terminan de cuadrarme. El apoyo financiero sin más…». «¿Qué quiere decir sin más? ¡Estaba colocándose en los puestos clave de las diferentes organizaciones políticas y sindicales a personajes que harían lo que se les dijera!». «¿Pero a cambio de qué? ¿Es que era solo una cuestión de poder o de ambición por parte de estos? ¿Y qué me dices del resto de la militancia? Ellos no podían aceptar que se traicionasen principios fundacionales del partido o el sindicato sin rechistar, y parece imposible que todas esas maniobras pudieran llevarse a cabo con el consentimiento unánime sin que apareciese una disidencia crítica de forma casi inmediata. Se puede engañar a todos una parte del tiempo, o a una parte durante todo el tiempo, pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo». «En absoluto. Y por eso mismo, con Llopis y los suyos no coló. Respecto a los demás, de lo que se trataba era de hacer una buena gestión de la información. En cualquier sistema humano, esta se encuentra estratificada, repartida jerárquicamente de forma análoga a la posición que ocupa cada personaje en la pirámide de poder. En la cumbre, está quien diseña y organiza los movimientos que han de ejecutarse. Son solo unos pocos, y solo ellos disponen de toda la información. A medida que vas descendiendo en la jerarquía, el acceso a la información real es también menor. Recibes una orden o una instrucción. Se te dice que debes hacer o decir tal cosa, o dejar de hacer o de decir tal otra, pero las razones que se te dan para ello no te permiten conocer toda la verdad, y en ocasiones ni tan siquiera se corresponden con ella. Tú puedes estar metida en el ajo, hasta el cuello, y llegar incluso a actuar con convicciones sinceras y honestas, pero muchas veces ni sospechas a quién estás sirviendo». «¿Y dónde dirías que estaba el tal Isidoro en esa pirámide?». «Bastante arriba, me temo. No del todo, ya me entiendes, pero sí bastante. Tal vez me equivoque, aunque no hay más que escuchar sus palabras registradas en una entrevista radiofónica realizada al cierre del Congreso de Suresnes. Uno tiene la impresión de estar escuchando una impostura, un discurso artificial por calculado, académico y de manual, absolutamente incapaz de transmitir la emoción y los ideales que deberían presuponérsele a un joven socialista que está llamado a liderar la oposición a un régimen dictatorial. A la vista de cuál fue el comportamiento posterior del personaje, uno siente el fraude en sus carnes, y descubre que tras aquella retórica vacua no había más intención que la de detentar el poder. Y es que mucho de lo enunciado en esa breve alocución sería después traicionado en la práctica, como lo fue también gran parte del contenido programático del congreso. En Suresnes, el Partido Socialista Obrero Español decía, no lo olvidemos, que la definitiva solución del problema de las nacionalidades que integran el Estado español parte indefectiblemente del pleno reconocimiento del derecho de autodeterminación de las mismas, que comporta la facultad de que cada nacionalidad pueda determinar libremente las relaciones que va a mantener con el resto de los pueblos que integran el Estado español. ¿Qué te parece? En cuanto a la entrevista, el señor González debería hoy sonrojarse al recordar su respuesta a una de las últimas preguntas del periodista, cuando este le inquiere acerca de cuál había de ser la postura de su partido ante la supremacía que comenzaban a ostentar las empresas multinacionales. Más de cuatro décadas después, aquella réplica de un minuto de duración debería constar ya como un capítulo dorado de la historia universal de la infamia. Además, qué digo, no hay mucho que suponer; los hechos hablan por sí mismos. Tras ser ungido en el congreso, el nuevo líder mantiene una entrevista con dos destacados miembros de los servicios de inteligencia españoles, José Faura y Andrés Cassinello. Los encuentros menudearían a lo largo de las siguientes semanas, y a ellos asistirían también Alfonso Guerra y Nicolás Redondo. Tras una de aquellas charlas, el comandante Miguel Paredes, del SECED, comentaría que Felipe González nos pareció un conversador ágil, brillante, con charme… Pero, de pronto, sacó un largo Cohíba, lo encendió con parsimonia y se lo fumó como un sibarita. A mí, ese pequeño detalle me chocó (…). Era un trazo burgués que no encajaba con sus calzones vaqueros, ni con su camisa barata de cuadros, ni con su izquierdismo… En mi informe no mencioné esa bobada del habano (…), pero en mi agenda privada de notas sí que escribí: Felipe González, el sevillano, parece apasionado pero es frío. Hay en él algo falso, engañador. No me ha parecido un hombre de ideales, sino de ambiciones».

  «Posiblemente, gran parte del argumentario de los «socialistas» de Suresnes no era ni tan siquiera original. Julián Gorkin, un antiguo militante del POUM y del PCE reconvertido después al anticomunismo, fue una de las más efectivas herramientas de la inteligencia norteamericana gracias a la genuina fama revolucionaria que le confería su pasado. Pero ya durante los años sesenta, sus planes parecían haber virado en lo esencial. Para entonces, había promovido junto a otros el «Congreso por la Libertad Cultural», cuya Asamblea General reconoció en 1967 vínculos financieros y políticos con la CIA. Muchas de las publicaciones al frente de las que estuvo Gorkin difundían exactamente los mismos postulados contrarios al comunismo que dictaba la agencia norteamericana. Como vicepresidente del «Centro de Documentación y Estudios», con sede en París, fue responsable de los contenidos del Boletín Informativo de dicha organización, de nuevo en la línea que reclamaba la necesidad de una izquierda (…) que compita con el Partido Comunista de España para restarle base y movilidad social. Gorkin hace su entrada triunfal en el PSOE en 1973, y se diría que un año más tarde, en Suresnes, Felipe González y Alfonso Guerra no eran más que los voceros de lo expuesto en el Boletín Informativo. Estrechamente relacionado con la agencia norteamericana, como hemos comentado antes, estaría también el abogado José Federico de Carvajal, clave tal vez por su peso dentro de la UGT. Carvajal mantuvo frecuentes contactos con Josefina Arillaga, vinculada a la socialdemócrata Friedrich Ebert Stiftung, y era buena amiga de José Solís, jefe del Sindicato Vertical franquista. Fuese o no unánime, Schumann, como ves, la infiltración de las ideas necesarias se encontraba ya demasiado avanzada».

  De este modo estaba reconstruyéndose la «oposición de izquierdas» al régimen. No conviene irse ahora muy lejos de Suresnes, de aquella farsa en la que, según el general —miembro del SECED— Manuel Fernández Monzón, «había más policías y miembros de los servicios de información que socialistas», puesto que enseguida veremos también cuál fue el papel del PCE y de las diferentes plataformas opositoras que nacieron en estos años. Pero es necesario echar una mirada al otro lado, hacia quienes, por el momento, seguían detentando el poder o estaban a punto de hacerlo. Hemos mencionado antes a Vernon Walters, una figura capital en el diseño de la «Operación Primavera». Cuando se celebró el Congreso de Suresnes, aquella estaba ya en marcha desde hacía tiempo. Pero para apuntalar la Transición conforme a sus intereses, a los Estados Unidos no podía bastarles con que las acciones de sus servicios de inteligencia se circunscribiesen al hundimiento de la oposición comunista en España. Asegurar el control de la línea estratégica que unía Rota con Zaragoza, sobre todo desde que, en 1970, las instalaciones estadounidenses pasaran a ser propiedad española en virtud del «Acuerdo de Amistad y Cooperación», era un objetivo lo bastante prioritario como para que el Imperio necesitase también la garantía de la fidelidad de las fuerzas armadas de su satélite europeo. Algunos altos mandos de estas habían manifestado, al inicio de dicha década, ciertas reservas sobre determinados aspectos de la estrategia militar norteamericana en la Península. Por la lógica autoridad que sobre aquellas ejercía quien, en definitiva, estaba por convertirse en su capitán general, pero sobre todo en razón al poder y la influencia que iban a conferirle su condición de jefe del Estado, los norteamericanos supieron muy pronto que Juan Carlos de Borbón estaba llamado a ser la pieza clave de todo su engranaje.

  Vernon A. Walters fue un oficial del Ejército estadounidense cuyo meteórico ascenso dentro de las Fuerzas Armadas se produjo en razón de sus habilidades políglotas y una temprana experiencia internacional. Ya en 1951, durante la administración Truman, acompañó a Dwight Eisenhower en la ronda de visitas que este realizó a diversos países de la OTAN, y en la que la obsesión del general —según revelaría Walters en su biografía Misiones discretas— era lograr que aquellos suavizasen su posición sobre España de cara al futuro ingreso de esta en la ONU. Visitaría el país ocho años más tarde, acompañando al ya presidente Eisenhower, y desde aquel momento comenzaría a estudiar su situación política para llevar a cabo con garantías los planes diseñados por Estados Unidos. Su carrera diplomática discurrió paralela a la labor que desempeñó como miembro de la CIA —de la que fue director adjunto durante los gobiernos de Nixon y Ford, llegando a convertirse en su director en 1973—, y cuando regresó a España como agregado militar de Richard Nixon en 1970, figuraban ya en su currículum el golpe militar que instauraría más de dos décadas de dictadura en Brasil tras el derrocamiento del presidente legítimo João Goulart, y la invasión sudafricana de Angola en 1966.

  Pero la visita de Nixon y Henry Kissinger parece que no arrojó los resultados pretendidos. Agasajados con boato, como lo fuera Eisenhower once años atrás, la breve estancia de los norteamericanos se consumió en una apretada agenda de encuentros protocolarios de los que el presidente y su consejero de Seguridad Nacional no obtuvieron las certezas que necesitaban. Por esos años, la posición estratégica española ya no solo era prioritaria para asegurar el acceso a Oriente Medio, sino particularmente en la medida en que el control sobre el estrecho de Gibraltar había de garantizar a los estadounidenses que su VIª Flota pudiera seguir proporcionando apoyo en el Mediterráneo a Italia, Grecia, Turquía y, en última instancia, Israel. En ello consistía la principal preocupación del Imperio en la zona, y un conocimiento cierto del futuro político español que permitiese a los norteamericanos cerciorarse de que la sucesión a Franco mantendría su estatus en la región, era, en el fondo, poco más que un asunto instrumental, si bien de capital importancia.

  Con este propósito, Vernon Walters regresó a Madrid comisionado por Nixon al año siguiente. Este le había entregado al espía una carta que debía hacer llegar a Franco. La epístola consistía en una breve nota en la que el presidente le solicitaba al dictador que hablase a su enviado con total confianza. Conocemos el contenido de la conversación gracias a las memorias de Walters. «Lo que interesa realmente a su presidente es lo que acontecerá en España cuando yo llegue a faltar, ¿no?» . «Mi general, sí». «Siéntese, se lo voy a decir. Yo he creado varias instituciones; nadie piensa que funcionarán. Están equivocados. El príncipe será rey, porque no hay alternativa. España irá por el camino que desean ustedes, los ingleses y los franceses: democracia, pornografía, droga y qué sé yo. Habrá grandes locuras, pero ninguna de ellas será fatal para España». «Pero, mi general, ¿cómo puede usted estar tan seguro?». «Porque yo voy a dejar algo que no encontré al asumir el gobierno de este país hace cuarenta años». En ese instante, Walters está convencido de que va a referirse a las Fuerzas Armadas; sin embargo, el dictador sentencia: «Mi verdadero monumento no es aquella cruz de Guadarrama, sino la clase media española. Diga a su presidente que confíe en el buen sentido del pueblo español, no habrá otra guerra civil».

  «La clase media española» —murmura Schumann, contrariada—, «de modo que esa es la forma en que el criminal tenía la intención de dejarlo todo atado y bien atado». «Eso parece. De hecho, Franco insistiría a Walters sobre ese punto con esa misma expresión que ya había utilizado en su discurso navideño de 1969, haciéndole ver que había adoptado las decisiones oportunas para que tal cosa fuera así. Le hizo hincapié, sobre todo, en que el príncipe Juan Carlos sería sin ninguna duda su sucesor, como ya había dejado dispuesto, y en que el Ejército apoyaría al futuro monarca. Sabedor de la importancia de su misión, Walters aprovecha la estancia en Madrid para asegurarse de que semejante apoyo es real, por lo que se entrevista con varios amigos de las Fuerzas Armadas españolas, que ocupan puestos clave en la estructura de mando. En efecto, el cierre de filas del estamento militar en torno a la figura del príncipe parece total, así como su confianza en que no habrá desórdenes ni disconformidad política en la nación».

  «De manera que Walters se va tranquilo» —aventura Schumann. «Relativamente» —respondo—. «Es obvio que el príncipe Juan Carlos es la mejor de las bazas estadounidenses. Garantizará el tránsito democrático que necesitan para el país con vistas a lograr la aceptación del resto de potencias europeas del ingreso de España en la CEE y la OTAN, y se diría que cuenta con el apoyo del Ejército. Además, los norteamericanos ya se han entrevistado con él, y son conscientes de que no tendrán demasiadas dificultades para tutelar el proceso a través de su persona. Pero los documentos desclasificados y los cables filtrados por Wikileaks revelan que Kissinger no se fiaba de él, lo consideraba demasiado ingenuo, voluntarioso, sí, pero tal vez no del todo consciente de las dificultades que podría llegar a tener que enfrentar si no se lograba debilitar lo bastante a la oposición comunista. Por ello, deciden entrar de lleno en esta fase de la transición, y más tras un acontecimiento inesperado que entienden puede poner en serio riesgo sus propósitos: me refiero al nombramiento de Carrero Blanco como presidente del Gobierno».

  El almirante Luis Carrero Blanco comenzó a granjearse la admiración y el respeto del dictador en noviembre de 1940, cuando, siendo todavía capitán de fragata, redactó a petición del ministro de Marina Salvador Moreno un informe en el que se exponían las razones militares y económicas por las cuales se desaconsejaba que España entrase en la Segunda Guerra Mundial. Ello le supondría, al año siguiente, el nombramiento como subsecretario de la Presidencia del Gobierno, momento a partir del cual su pensamiento reaccionario y tradicionalista, que veía en el comunismo y la masonería a los grandes enemigos de Dios en la tierra, le servirían para convertirse en el máximo valedor de las ideas de Franco, abanderando el nacionalcatolicismo con un fervor más papista que el del propio «Caudillo». Antes de su ascenso a ministro de la Presidencia, que tendría lugar en 1951, Carrero ya habría dejado su impronta legislativa pariendo una de las ocho normas fundamentales del franquismo, concretamente la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, que establecía la futura reconstitución de España en reino, con la sucesión del dictador por parte de la figura de un nuevo rey o regente. Su llegada a la vicepresidencia del Gobierno, en el año 1967, consagraba su posición privilegiada dentro del régimen, pero ello no sirvió para ocultar las antipatías que su condición de tecnócrata le haría ganarse del ala más falangista del «Movimiento».

  En 1969, la organización independentista vasca ETA, que ya había optado por la lucha armada en su cuarta asamblea, celebrada cuatro años atrás, vio mermada su capacidad operativa tras la cascada de detenciones que, entre ese año y el anterior, había dado con muchos de sus miembros en la cárcel, desmantelando también su dirección. La fundación del SECED, por parte del propio Carrero, en enero de 1972, debe enmarcarse también en el contexto del surgimiento de esta peligrosa fuerza contestataria. A finales de 1972, el director de la Guardia Civil recibió un informe secreto de sus confidentes en el sur de Francia. En él, se detallaban algunos aspectos de unas operaciones denominadas «Navidades Negras» o «Turrón Negro», mediante las cuales la organización terrorista supuestamente contemplaba el secuestro de personalidades como Carrero Blanco, el príncipe Juan Carlos, o el mismo director de la benemérita o algunos de sus familiares, como chantaje para forzar al Gobierno español a liberar a sus presos. Sin embargo, Carrero, quien, junto con otras altas instancias, llegó a ser conocedor de la existencia del informe, no debió de prestarle excesiva atención, pues no modificó su seguridad personal, consistente hasta el momento en una exigua escolta. De esta última circunstancia ya había tomado buena nota el vicepresidente de los Estados Unidos, Spiro Agnew, a quien un agente del FBI llamó la atención, durante la visita que Agnew realizó a Madrid en julio de ese mismo año, sobre las deficientes medidas de vigilancia con que contaba la persona de Carrero.

    Desconocemos si tal imprudencia obedecía a una excesiva confianza en que la organización, tras la reciente oleada de encarcelaciones padecida, no pudiera contar con una infraestructura lo bastante capaz como para llevar a cabo semejantes planes en la capital del país. Pero fuera por ello o por otros motivos, el hecho cierto es que, unas semanas antes, en octubre de 1972, dos jóvenes integrantes del comando de ETA al que la historia oficial atribuye el asesinato de Carrero —José Miguel Beñarán (más conocido como Argala), e Iñaki Pérez (de sobrenombre Wilson)—, estaban ya instalados en Madrid, donde recibirían una información trascendental para la ejecución del magnicidio. Mucho se ha especulado sobre el capítulo del confidente secreto. Según esta versión, Argala y Wilson se encontraron el día 12 de ese mes en la cafetería del hotel Mindanao, en la calle San Francisco de Sales, con un informador anónimo al que llegaron mediante el también etarra Ignacio Urralde, alias Kaskazuri, o bien a través de la militante comunista barcelonesa Genoveva Forest. El contacto, un tipo alto y trajeado, en sus treinta, extrae un sobre cerrado de una cartera y se lo entrega a Argala, para después marcharse («Que tengáis suerte. Mi trabajo acaba aquí»). La nota manuscrita que contiene el sobre informa a los miembros del comando de que «el almirante Carrero Blanco va todos los días a la misa que, a las 9 de la mañana, se celebra en la iglesia de San Francisco de Borja, sita en la calle de Serrano, frente a la embajada de los Estados Unidos, con poca escolta». Es posible que un episodio tan novelesco no fuese ni tan siquiera necesario, y que se tratara del propio Kaskazuri quien, como otros muchos militantes que se hallaban perfectamente al tanto de las mínimas precauciones que adoptaban ciertos mandatarios del régimen, les proporcionase a Argala y Wilson esta información. En cualquier caso, ambos se aprestan enseguida a verificar la exactitud de aquellos hábitos, llegando incluso a comulgar junto a Carrero. Tras un tiempo, concluyen que la rutina es, efectivamente, de una regularidad pavorosa: el almirante sale de casa, en la calle de los Hermanos Bécquer, se dirige a la iglesia de los Jesuitas, asiste a misa, comulga, y regresa por la calle Claudio Coello a su domicilio desde donde, tras haber desayunado con su mujer, enfila por fin hacia su despacho en el número 3 del Paseo de la Castellana. Por toda protección, el conductor de su vehículo oficial y un solo policía.

  A lo largo de los meses siguientes, diversos integrantes del comando «Txikia» se moverán por las calles de la capital con apoyo logístico proporcionado por la militancia comunista clandestina. Sin embargo, el hecho que tendrá la virtud de precipitar e incluso cambiar el sentido de los acontecimientos (recordemos que el plan inicial consistía en el secuestro) habría de producirse el 9 de junio de 1973, cuando un Franco ya débil decide delegar parte de sus poderes con el nombramiento de Carrero Blanco como presidente del Gobierno. El gesto, que suponía la separación por primera vez desde la Guerra Civil de la jefatura del Estado de la del Gobierno, tenía serias implicaciones si atendemos a los mecanismos sucesorios que la propia legislación franquista preveía. En la nueva situación, si el dictador fallecía, todo el poder político hubiera sido transferido de forma automática a Carrero, y semejante hipótesis intranquilizaba a todos los actores que ya contaban con la sucesión del príncipe, incluido el gobierno norteamericano, que había empleado además cuantiosos recursos en el debilitamiento de la oposición comunista, peligro que, para entonces, no consideraban ni muchísimo menos conjurado por completo.

  Estados Unidos necesitaba una transición, es cierto, pero dentro del orden y la estabilidad que ellos habían previsto. Con Franco tal cosa estaba asegurada, pero con Carrero, no. Y es que, pese a las no pocas luchas intestinas del franquismo, las diferentes facciones del «Movimiento» nunca habían perdido de vista que la dominación de clase y el sometimiento de «la otra España» como objetivo común constituían un elemento aglutinador lo bastante fuerte como para mantener a raya sus discrepancias. Si ello no era suficiente, estaba en última instancia la autoridad moral y militar que para ellas representaba la figura del «Caudillo». Este había nombrado al almirante su sucesor porque lo consideraba en verdad «el último hilo que lo unía al mundo», pero no había previsto que, con Carrero como único titular del poder político, esa unidad se habría ido diluyendo, como lo ilustran las palabras de Santiago Carrillo, quien años más tarde afirmaría que «[Carrero] militarmente no era más que un burócrata y, desaparecido el Caudillo, prescribía la base de su poder». Incapaz de poner orden en semejante amalgama de fuerzas reaccionarias, el Gobierno tampoco habría estado en disposición de asegurar el control de la oposición comunista. El PCE y Comisiones Obreras encarnaban todavía una contestación real, por no hablar de la CNT. Y los norteamericanos temían que se reprodujera el ejemplo italiano, donde el PCI, uno de los partidos comunistas con mayor implantación en la Europa occidental, había entrado en el gobierno junto con los socialistas y los socialdemócratas al término de la Segunda Guerra Mundial.

  Por si fuera poco, la sucesión real tampoco quedaba ahora garantizada. Podría convenirse lo contario si concedemos crédito a lo que afirmaría Juan Carlos de Borbón a su biógrafo, José Luis de Vilallonga, en 1993: «Carrero no hubiera estado en absoluto de acuerdo con lo que yo me proponía hacer. Pero no creo que se he hubiera opuesto abiertamente a la voluntad del rey (…). Simplemente hubiese dimitido». Pero, cuando murió Franco, el príncipe no era todavía rey, y no habría contado con las mismas herramientas con las que contó para forzar la dimisión de Suárez. Si esto no se ve, podemos escuchar un momento las palabras de Sofía de Grecia, cuando ya era Reina: «Si hubiese muerto Franco antes que Carrero (…), es muy posible que Carrero no hubiese dado paso al rey». O las del mismo interesado, en una conversación que mantendría en septiembre de 1999 con el ensayista Josep Ramoneda. En ella, el rey Juan Carlos le confiesa a Ramoneda: «Si esto [el asesinato de Carrero] no hubiera ocurrido, tú y yo no estaríamos ahora aquí». «Yo, no» —contestó Ramoneda—, «usted, no lo sé». «Yo, tampoco» —concluye el rey—, «porque las condiciones que Carrero me habría puesto, yo no las habría podido aceptar».

  De modo que tenemos suficientes elementos para darnos cuenta de hasta qué  punto la presidencia del Gobierno del almirante constituía un riesgo y un obstáculo para los planes de Estados Unidos. Por otra parte, es cierto que, como afirma el historiador Javier Tusell, la negativa de Carrero a la renegociación sobre el uso de las bases norteamericanas no hubiera debido suponer una traba insalvable para la administración Nixon, que contaba con otras medidas al margen de la firma de un verdadero tratado para renovar el usufructo de las mismas. Pero ya no está tan claro si Nixon y Kissinger se sentían igual de cómodos con las reticencias atlantistas del nuevo presidente del Gobierno español. En cuanto a la valoración norteamericana de las veleidades nucleares de Carrero, es posible que tampoco fuera muy positiva. Se trataba de un proyecto antiguo, que había comenzado a tomar cuerpo cuando Franco creó en 1951 la Junta de Energía Nuclear, cuyos recursos teóricos y de ingeniería centralizó el general Juan Vigón. A la muerte de este, Carrero se obsesionó con el proyecto, y fue paradójicamente el impulso financiero estadounidense lo que permitió que este siguiera adelante, eso sí, por una línea distinta a la del desarrollo de energía atómica para uso civil que ellos habían previsto en 1955 con el acuerdo conjunto de cooperación nuclear firmado al amparo del programa «Átomos para la paz». Franco y Carrero se sirvieron del capital recibido para desarrollar un programa militar, cuya viabilidad, reflejada en un informe de esa misma década, se supeditaba a la adquisición del combustible necesario.

  «De verdad, me admira tu capacidad para andarte por las ramas. Me habías prometido una explicación al 23-F, y de pronto estamos a punto de fabricar la bomba atómica». «Schumann, todo tiene un contexto. Y tú y yo no andamos con prisa. ¿O sí?». «No, no, no es eso. Además, me interesa… Bueno, ¿preparo café?». «Sí, será lo mejor». Tras escabullirse de debajo del nórdico, Schumann se echa una pequeña manta por encima y desaparece de mi vista. La escucho trajinar con el pequeño termo eléctrico y las tazas. Hace rato que el alumbrado de rue de Constantinople arroja una luz mortecina, como si la noche parisiense quisiera atenuarse para no molestar. «Decía que me interesa esta parte. ¿Muy cargado?». «Por favor». «¿Y para qué quería España la bomba exactamente?». «Al principio, para disuadir a Marruecos de cualquier tentativa de agresión territorial fuera de la Península. Tras su independencia de Francia a mediados de los cincuenta, las relaciones con ellos no eran buenas. Existía tensión, y Estados Unidos ya había dejado claro que no vendría a socorrer a Franco. Además, el país acababa de ingresar en la ONU, y disponer de ella le hubiera concedido derecho a veto dentro de la organización».

  «El caso es que el denominado Proyecto Islero se mantuvo en secreto, pero en 1966, poco después del incidente de Palomares, en el que por cierto la suerte les brindó a los ingenieros que trabajaban para el gobierno español una pista muy valiosa sobre la tecnología necesaria para la detonación, el dictador comenzó a no verlo claro. Temía la imposición de sanciones económicas si el programa llegaba a conocerse, de modo que permitió que las investigaciones siguiesen su curso a condición de que su propósito declarado fuera el uso exclusivamente civil. Al mismo tiempo, se comprometió ante sus jerarcas a no suscribir el «Tratado de No Proliferación Nuclear» al que se adherirían cerca de medio centenar de países a mediados de 1968». «¿Y ahí terminó todo?». «Casi. En 1971, el científico Guillermo Velarde, a petición del teniente general Díez Alegría, del Alto Estado Mayor, retomó el proyecto. Para este, la defensa de España no podía quedar tan solo en manos de Estados Unidos o la OTAN, por mucho que el país pudiese terminar entrando en la Alianza Atlántica. Se barajó la central de Vandellós como fuente de obtención del plutonio, usando tecnología francesa que De Gaulle estaba dispuesto a proveer. Dos años más tarde, cuando Carrero se reúne con Kissinger la víspera de su asesinato, tiene tan en mente este proyecto que le expone al Secretario de Estado unos términos por los que se hubiera dicho que estaba planteándole una relación de igual a igual: si los norteamericanos deseaban seguir usando sus bases en territorio español, habrían de comprometerse a compartir tecnología militar altamente sofisticada, y a una defensa activa en caso de ataque al país».

  «Vaya, ¿y cómo se lo toma Kissinger?». «Kissinger debía de odiar a Carrero para entonces. No solo por la condición de antisemita confeso de este (ten presente que el entonces Secretario de Estado es de origen judío), sino por los continuos desaires del almirante. En aquella reunión, que se prolongó por espacio de seis horas y obligó a cancelar otros compromisos, Carrero no solo insistió en la cuestión nuclear, sino que además reiteró su negativa al uso de las bases por parte de Estados Unidos para que estos dieran apoyo a Israel. En octubre había tenido lugar la Guerra del Yom Kippur, y Carrero ya se había opuesto al uso del espacio aéreo español por parte de los norteamericanos. Para más inri, tampoco salió de allí el acuerdo sobre una transición con asociaciones políticas, con el que ya estaba conforme el PSOE. El general Manuel Fernández-Monzón, contaba en El sueño de la transición, publicado en 2014, que, al término del largo encuentro, Kissinger se marchó señalando con el pulgar hacia abajo. Casualidad o no, menos de veinticuatro horas después, Carrero saltaba por los aires».

  «Vale, un poquito más despacio, por favor. El atentado estaba preparándolo ETA y, además, lo previsto era un secuestro». «Así es, pero esos planes debieron de cambiar después del verano, con el nombramiento de Carrero. Lo más probable es que Kissinger y Walters se ocupasen de redirigir la denominada Operación Ogro, dándole su forma final. No olvides que Vernon Walters se había puesto en contacto con la que acabaría siendo la plana mayor del SECED justo después de haber hablado con Franco en 1971, y que poco después sería nombrado subdirector de la CIA». «Ya, pero el SECED lo había fundado Carrero». «¿Y qué? El SECED estaba integrado fundamentalmente por militares, y estos reconocían la autoridad de Franco. En cuanto a la del príncipe, aún había de ganársela. Y la de almirante, tal vez no existió nunca, o no al menos en los mismos términos. El hecho es que el nombramiento como presidente de Carrero les cogió por sorpresa a los norteamericanos. Ellos tenían en sus miras al futuro rey, y el nuevo presidente significaba la continuidad de Franco más allá del franquismo. De ello da fe un informe secreto que los analistas de la embajada estadounidense en Madrid hicieron llegar a la Secretaría de Estado presidida por Kissinger:

  Carrero garantiza el franquismo después de Franco. (…) durante más de treinta años ha sido el ayudante, colaborador y mente gris de Franco (…) y está absolutamente comprometido con el franquismo. Como hombre de visión extremadamente conservadora, cree en la superioridad del sistema político español actual y en la necesidad de preservarlo intacto en la era post-Franco (…). 

  Ha adquirido una reputación de favorecer una línea dura en el orden público que incluye medidas represivas en la resolución de las disputas con estudiantes y trabajadores (…).

  Sin lugar a dudas ha sido anti-Estados Unidos en el pasado, y continúa, aparentemente, desarrollando una cierta antipatía intelectual por las instituciones y por la política americana. Eso sí, aprueba cualquier muestra de fuerza contra el comunismo y, en ese sentido, admira la política de Estados Unidos.

  Fernández-Monzón opina que los ejecutantes del atentado (…) son etarras, eso está claro, pero ¿quién lo pone en marcha? Quizá alguien en la CIA pensó que Carrero podía ser un obstáculo y era mejor suprimirlo».

  Para el magnicidio se habían dispuesto dos cargas de dinamita. Una de ellas se encontraba en el interior de un Austin Morris 1300 que había sido aparcado en doble fila frente al número 104 de la calle Claudio Coello. El propósito de este vehículo era obligar a aminorar la marcha del coche oficial cuando pasase sobre la galería que había sido excavada bajo el asfalto. Allí se habían colocado tres paquetes de dinamita de entre 20 y 25 kilos cada uno, una cantidad considerable, para compensar la pérdida de potencia del explosivo, que había sido robado un año atrás. De hecho, la dinamita ubicada en el Austin no llegó a explotar debido también al mal estado en el que se encontraba el explosivo. En cuanto al túnel, no es necesario demasiado entendimiento para comprender que practicar semejante excavación a menos de cien metros de la embajada de los Estados Unidos no era algo que pudiese llevarse a cabo sin el consentimiento de la inteligencia norteamericana. La visita de un alto mandatario como Kissinger, la víspera del atentado, implicaba además un barrido perimetral de la zona que iría mucho más allá de esa distancia.

  De hecho, el método elegido para acabar con la vida de Carrero era el técnicamente más complejo. Por mucho que la escolta del almirante se hubiese incrementado con un segundo policía tras su nombramiento como presidente, ejecutarlo a balazos hubiera seguido estando al alcance de los medios con que contaban los terroristas, pero aquello por lo que al final se optó probablemente excedía con mucho las posibilidades logísticas de la organización. Como cuenta Pilar Urbano, quien dedica más de cuatrocientas páginas de su obra de 2011 El precio del trono a acreditar la manera en que la CIA permitió que ETA ejecutase el magnicidio, la intervención norteamericana convirtió en un «crimen perfecto» lo que no hubiese pasado de ser una «chapuza». La compleja excavación del túnel por parte del comando «Txikia» se inició solo un año después de que fuentes de la embajada norteamericana en Madrid dirigiesen a William P. Rogers –predecesor de Kissinger en la Secretaría de Estado– el telegrama confidencial 700. El contexto era la gestión que el almirante Carrero Blanco había hecho del «Consejo de Guerra de Burgos», un juicio sumarísimo en el que se decretó la pena de muerte para seis de los etarras encausados por los asesinatos de tres personas ocurridos entre 1968 y 1969. Las condenas serían conmutadas por penas de cárcel, pero la intransigencia mostrada por el almirante levantó ampollas en la opinión pública y el mismo Ejército. Según puede leerse en el telegrama, «(…) el caso del juicio de Burgos es el asunto manejado más estúpidamente que [el informante de la delegación] puede recordar desde que es suficientemente mayor para recordar algo sobre política española. (…) El Ejército está furioso, y la situación es peligrosa en España (…). El mejor resultado que puede surgir de esta situación es que Carrero desaparezca de escena (…)».

  La presencia de la treintena de miembros de ETA que anduvo en la capital durante, al menos, el año previo al atentado, era conocida por las fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado, y, de hecho, algunos de ellos estuvieron a punto de ser detenidos en varias ocasiones, tanto por la Policía Nacional como por la Guardia Civil. Sin embargo, «órdenes superiores» terminaban siempre impidiéndolo en última instancia. Los periodistas Carlos Estévez y Francisco Mármol explicaron que un antiguo jefe del servicio secreto militar francés alertó sobre la operación cinco meses antes de que se produjera. Según contó el también periodista Manuel Campo Vidal, José Espinosa Pardo, agente de los servicios de información españoles, también había sido advertido sobre las intenciones de ETA. Transcurrida menos de una hora después del magnicidio, momento en que las autoridades españolas no habían dado más versión que la de la explosión de gas, los norteamericanos ya intercambiaban el primer cable, en el que se confirmaba que se trataba de un atentado. Existe un informe del SECED que revela que el detonante utilizado no fue dinamita, sino C4, un potente explosivo plástico fabricado en Estados Unidos para uso exclusivo de las fuerzas armadas. Esto fue denunciado por el magistrado Luis de la Torre Arredondo, a quien arrebataron la instrucción del caso para traspasársela a la jurisdicción militar. De hecho, las ramificaciones del sumario 142/73 siempre fueron ocultadas, y trataron de simplificarse las conclusiones para atribuir el atentado únicamente a la organización terrorista vasca. Las presiones a los jueces impidieron que el caso avanzara, y la investigación a los etarras sospechosos finalmente se detuvo. Está claro para muchos de los protagonistas de este episodio que nunca hubo un verdadero interés por averiguar toda la verdad. En 1975 se produjo la detención de tres etarras —entre ellos, Wilson—, pero, debido a la Ley de Amnistía que se aprobó en 1977, terminaron quedando en libertad, ya que el crimen tenía la consideración de asesinato político. Se ha esgrimido el deseo del Gobierno español de llegar a un acuerdo con ETA antes de las primeras elecciones democráticas, celebradas en 1977, pero lo cierto es que en aras de dar un impulso a tales negociaciones, se sacrificó enteramente la investigación del asesinato de Carrero.

  Después de que Adolfo Suárez fuera forzado por el rey a dimitir, afirmaría lo siguiente: «Me voy de la presidencia sin saber si ETA cobraba en dólares o en rublos». Cuando José Luis Cortina, el jefe de la AOME que coordinó a algunos de los militares que intervinieron en el 23-F, tuvo que enfrentarse al juicio por aquellos hechos, fue sometido a un duro interrogatorio por parte del fiscal. Tras varias horas respondiendo a las preguntas de este, realizó una llamada a un interlocutor cuya identidad se desconoce. Un testigo de aquella encendida conversación telefónica asegura que Cortina, preso de la ira, amenazó a quienquiera que se hallase al otro lado de la línea: «¡Que no me jodan!» —dijo—, «¡que saco hasta lo de Carrero!». La víspera de la larguísima reunión entre Carrero y Kissinger, este había mantenido también un encuentro con el general Franco. Ocho días después del atentado, cuando el país entero seguía sacudido por el eco del magnicidio, el dictador se dirigía a los españoles en un discurso de fin de año que forzosamente debía contener una valoración del asesinato de quien había sido el delfín del «Caudillo» durante tres décadas. Franco sorprendió a muchos al aseverar que «es virtud del hombre político la de convertir los males en bienes. No en vano, reza el adagio popular que no hay mal que por bien no venga. De aquí, la necesidad de reforzar nuestras estructuras políticas y recoger los anhelos de tantos españoles beneméritos que constituyen la solera de nuestro Movimiento». Desaparecido Carrero, España podía continuar con «su» transición. «¿Me acercas la taza, Schumann?».


  10 de enero de 2018. 


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