El carnaval de la democracia (VIII)

  

  Leer la séptima parte.


  Con Suárez en la presidencia del Gobierno, la Corona pudo comenzar a ejercer el poder de forma velada, iniciando su rápido camino de legitimación, primero por la vía de las reformas legales y, más tarde, como veremos, mediante una operación de Estado casi perfectamente orquestada. Tras la aprobación de las leyes que regulaban el derecho de reunión y el de asociación política, sacadas adelante con Arias aún en el Gobierno, el siguiente paso fue la Ley para la Reforma Política, que entró en vigor en enero de 1977 después de haber sido aprobada por las Cortes y sometida a referéndum popular durante los dos meses anteriores. Una ley de estas características, que desmantelaba la autodenominada democracia orgánica franquista, sustituyéndola por un sistema parlamentario en el que el sufragio universal debía conceder la soberanía al pueblo, solo podía elaborarse partiendo de la asunción de que era necesaria una ruptura con el régimen jurídico anterior. Sin embargo, sortear las resistencias de las Cortes tendría un coste, e implicaría renuncias cuyas secuelas se perpetuarían más allá de la Constitución del 78, limitando el alcance y la profundidad de las pretendidas mejoras. Habida cuenta de la influencia con que aún contaba el «búnker», no solo en las Cortes, sino también en el Consejo Nacional del Movimiento y en el Consejo del Reino, los meses previos hubieron de celebrarse infinidad de negociaciones clandestinas, reuniones en las que, procurador a procurador, pudiera irse constatando que la mayoría cimentada era lo bastante sólida como para superar el trámite parlamentario. La existencia del informe Jano, junto con algunos testimonios de los servicios de inteligencia, apuntan a la posibilidad de que en tales encuentros se usaran argumentos no exentos de coacción. En cualquier caso, el procedimiento de urgencia ideado unos meses antes por Fernández-Miranda sirvió para que la norma, que había sido redactada por él mismo como una nueva «ley fundamental», burlase la Comisión de Leyes Fundamentales, de la que a buen seguro no hubiese salido con vida. Ya en manos de Suárez, que habría de ser su principal valedor, obtuvo el visto bueno del Ejército, a quien el presidente convenció con la promesa de que el Partido Comunista jamás sería legalizado tras la reforma del Código Penal. Dos días después, el presidente del Gobierno la presentaba a la nación en un mensaje televisado, a falta de que el Consejo de Ministros estudiase el proyecto e introdujese los pertinentes retoques. Pero en ese punto, los procuradores ya adscritos o afines a la recién fundada Alianza Popular, hicieron valer su creciente influencia para obtener una jugosa contrapartida a cambio de su apoyo a la norma.

  Schumann señala entonces con la mirada la cajetilla de Gauloises que reposa sobre la mesita de noche. Estando en París, el homenaje a las costumbres de su idolatrado Sartre o mi querido Cortázar es inexcusable, de modo que le acerco el paquete, abro un poco la ventana para que el romanticismo de nuestro ritual no acabe en conflicto administrativo con la recepción del hotel, y pongo a calentar otra cafetera. «¿Y cuál fue esa contrapartida?» —quiere saber.

  «La ley electoral». «¿Quieres decir que la actual ley electoral empezó a cocinarse en aquel momento?». «Por completo. Es cierto que la legislación vigente en la materia está contenida en un conjunto de normas posteriores, la principal de las cuales es la Constitución del 78, pero esta es en realidad heredera de la ley del 77, que no ha hecho más que perpetuar. En ese sentido, conviene fijarse en las diferencias entre el modelo inicialmente propuesto y aquel que terminó escogiéndose. Hay que entenderlas en su verdadero alcance, y no perder de vista que se las debemos a la derecha política, y muy en particular a los procuradores franquistas de lo que más tarde sería el Partido Popular. Fruto de su presión, y de la connivencia de parte de las fuerzas reaccionarias que en el fondo se ocultaban tras la amalgama pretendidamente centrista de UCD, hubieron de aceptarse una serie de enmiendas que cambiaron el sesgo de lo que hubiese podido ser un sistema mucho más democrático hacia otro que favorecía a las fuerzas de derechas y consagraba el bipartidismo. Se eligió un sistema bicameral: Senado y Congreso. Para el primero, se optó por un método electoral de representación mayoritario, en el que el número de escaños no guardaba relación proporcional con el número de electores. En cuanto al Congreso, el sistema se dice proporcional, pero, bajo el pretexto de evitar una excesiva fragmentación de la cámara, se introdujeron una serie de mecanismos correctores (la circunscripción provincial, el mínimo de dos escaños por provincia, la barrera del 3% de los sufragios para contar con representación parlamentaria) que lo convirtieron en un sistema mixto, mucho más próximo, de facto, al mayoritario. Los partidos de la izquierda, cuando la Ley para la Reforma Política iba a ser sometida a referéndum, bajaron los brazos y se negaron a plantar cara a un sistema tan poco democrático por la simple razón de que no querían que se les viera haciendo campaña por el no junto a la ultraderecha, que rechazaba la ley por motivos muy diferentes». «Pero ese es un pretexto absurdo». «Absolutamente, habida cuenta de la importancia de lo que estaba decidiéndose. Con tal fórmula de acceso al Congreso se concedía una sobrerrepresentación exagerada a las zonas rurales, tradicionalmente conservadoras y acríticas, marginando por tanto a las grandes conurbaciones, en las que el grado de politización y contestación era mayor. En cuanto al Senado, la situación adquiría tintes grotescos, al concederse al voto de un elector rural un valor diez veces superior al de un votante urbano. Para rematar la faena, se otorgaba al rey el privilegio franquista (medieval, en realidad) de elegir personalmente a 41 senadores. De modo que, como la cámara alta siempre sería de derechas y gozaba de la potestad de veto sobre lo que legislase el Congreso, si la izquierda llegaba a gobernar, cualquier medida que fuese directamente contra los intereses del establishment sería legalmente pulverizada antes de nacer».

  Schumann exhala una brusca bocanada de humo. «¿Estás diciéndome que el rey podía elegir a 41 senadores a dedo?» —exclama—. «Podía, y de hecho lo hizo. Una vez aprobada y refrendada la ley, tras las primeras elecciones libres de la democracia, que se celebraron el 15 de junio del 77, Juan Carlos I hizo uso de ese privilegio, seleccionando a 41 de los 248 senadores. Fíjate en lo que ello significa. Teniendo en cuenta la participación y la población de la época, por lo que respecta al Senado y en la provincia de Barcelona, el voto de 1.135.000 ciudadanos tuvo tanto valor como la opinión de un rey». «Supongo que elegiría a senadores que representasen a la clase obrera». «Claro, claro: Movimiento Nacional, el fascista Sindicato de Estudiantes Universitarios, el Sindicato Vertical franquista, Tribunal Supremo, Ejército… la mayoría procedían de instituciones del régimen, y más de la mitad estaban vinculados a la banca y las grandes empresas». «Un rey, por cierto» —me interrumpe Schumann—, «al que nadie había votado». «Eso es lo mejor de todo. Porque si hay una cuestión en la que tanto los artífices de la Ley para la Reforma Política como los del texto constitucional parecieron entenderse a las mil maravillas, esa fue la monarquía. Democráticamente abolida por la Segunda República, la falta de legitimidad fruto de su condición de heredera de la dictadura era un lastre que al rey Juan Carlos le urgía soltar. La forma de gobierno no había sido sometida a referéndum en España, pero los líderes del país sospechaban que, de hacerse, la opción republicana contaría con más apoyo. Para salvar la situación, el diseño de la ley incluyó un ardid cuidadosamente estudiado, cuyos detalles reveló involuntariamente Adolfo Suárez en un off the record durante una entrevista concedida en 1995 a la periodista Victoria Prego. En ella, un Suárez en el que pueden intuirse ya los primeros síntomas del Alzheimer, confesó lo siguiente: la mayor parte de los jefes de gobierno extranjeros me pedían un referéndum sobre monarquía o república (…). Hacía encuestas y perdíamos (…). Entonces, yo metí la palabra rey y la palabra monarquía en la ley, y así dije que había sido sometido a referéndum ya. En realidad, no fue Suárez quien redactó la ley, sino Fernández-Miranda. Sea como sea, y aunque tampoco es exacto que la palabra monarquía aparezca en la misma, sí lo es que la figura del rey se encuentra presente en numerosos párrafos en los que se le otorgan determinadas potestades que terminan convirtiéndolo en parte de la estructura jurídico-política del Estado. Es una forma de legitimación legalista, en absoluto democrática, y la Constitución del 78 no hizo sino confirmarla cuando, en su artículo 1.3 establece que la forma política del Estado español es la monarquía parlamentaria. Dos leyes, pues, ambas sometidas a referéndum, conferían la legitimidad legal a una institución que no la logró por la única vía inequívocamente democrática de la celebración de un plebiscito en el que se hubiese consultado al pueblo de manera explícita sobre tal cuestión».

  Todo ello, y la férrea defensa que de la ley hizo Suárez, explican en gran medida hasta qué punto estaba resultándole útil el nuevo presidente del Gobierno a la Corona. Gracias también a su intermediación, se perpetuaba un antiguo vicio de la historia de España, que es el único país que restaura monarquías, y volvía a hacerse de espaldas al pueblo, hurtándole la posibilidad de participar en un verdadero debate constituyente un año después. Y es que en la Constitución del 78, el legislador aceptó la restauración borbónica como un hecho consumado, sin tener interés en discutirlo ni mucho menos atreverse a cuestionarlo. Esto nos da la medida sobre la auténtica naturaleza del pacto de la transición. Como afirmó el historiador Josep Fontana, «pensamos habitualmente en una constitución como en un instrumento de renovación que rompe con el pasado y establece las bases de una nueva época. Serían los casos de la Constitución de 1812, que liquidaba el absolutismo, o la de 1931, que ponía fin a la monarquía. Pero la de 1978 no reunía esas condiciones, pues nacía de un pacto con el viejo régimen franquista, y no de una victoria que le habría permitido sustituirlo por otro enteramente nuevo».

  Sin embargo, los pasos dados no garantizaban aún la superación de la falta de legitimidad de la monarquía. La coincidencia de su restitución con el proceso (en este caso, pacto) constituyente tampoco era una novedad. De hecho, tal proximidad no la ha conocido la historia de ningún otro país europeo con semejante recurrencia. Como bien explica el catedrático Javier Pérez Royo, «todos nuestros ciclos constitucionales tienen una estructura similar. Empiezan con una crisis de legitimidad de la institución monárquica, que da paso a un protagonismo político de carácter progresista en la sociedad española, [el cual] se traduce en constituciones que descansan en la afirmación expresa de la soberanía nacional (1812, 1837, 1869) o de la soberanía popular (1931), al que sigue en muy poco tiempo una reacción conservadora que, de una manera u otra, restaura lo que en cada momento se entiende que es la auténtica monarquía española. En 1814, suponía la restauración del Antiguo Régimen. En 1845 y 1876, la sustitución de la soberanía nacional por el principio monárquico constitucional. En 1936, la destrucción pura y simple del régimen constitucional y su sustitución por la dictadura del general Franco como vehículo para restaurar la monarquía. La fase inicial de cada ciclo constitucional ha sido siempre de corta duración, entre cinco o seis años, mientras que la fase de la reacción conservadora ha sido siempre de duración larga, cuando no extraordinaria. La historia constitucional de España ha sido técnicamente una historia reaccionaria, esto es, la historia de reacciones conservadoras frente a impulsos de cambio progresistas. Y ha girado siempre en torno a la monarquía. Desde principios del siglo XIX, nuestra historia constitucional ha sido la historia de la restauración de la monarquía».

  «Lo que me sorprende es que la sociedad aceptase esa imposición sin más» —objeta Schumann—. «Las fuerzas políticas de izquierdas, ¿dónde estaban?». «El PSOE y el PCE ya habían transigido con la monarquía» —respondo—, «pactando una suerte de rendición con la Corona a cambio de mantener determinadas cuotas de poder. No puede decirse que sus bases, en especial las del Partido Comunista, estuviesen conformes con semejante renuncia, y hasta podría afirmarse que aún se mantenían fuera de control. Por eso, al margen de la represión clásica, ejemplificada en los sucesos de Vitoria, se llevó a cabo otra más sutil con la que se pretendía debilitar y desacreditar a la izquierda. Tras la constitución de la Platajunta, como recordarás, las tomas de decisión eran ya cosa de las direcciones de los partidos, quedando reducido el papel de las bases a un espacio marginal. En este contexto se había aprobado también, pocas semanas antes, la Ley Antiterrorista. Pero regresando a la Platajunta, imagino que tendrás presente cómo el mérito de su constitución se lo habían robado a Trevijano, y cómo a partir de entonces, tras su breve encarcelación, orquestada por el Estado para que el Primero de Mayo de 1976 transcurriera bajo control, el espacio del abogado republicano fue definitivamente ocupado por Carrillo. De hecho, antes de que Trevijano fuera puesto entre rejas por Fraga, cuando presentó la Platajunta en Estrasburgo, se le dijo en el Parlamento europeo que [había] perdido la batalla por la ruptura, porque [había] venido Kissinger, se [había] entrevistado con Schmidt y Brandt, y ellos [habían] dado su apoyo a la reforma. Lo que había sucedido, más exactamente, era que Schmidt y Brandt se habían reunido con el embajador estadounidense Stabler y con el rey Juan Carlos. En el encuentro se resolvió que el marxismo, dominante en la Platajunta, constituía una realidad amenazadora, y que por ello era necesario acabar con Trevijano. Este último señalaría, de hecho, a los Estados Unidos, quienes, con su obsesión anticomunista, parecían estar convencidos de que él hubiera favorecido algo similar a lo ocurrido en Portugal justo al inicio de la Revolución de los Claveles».

  «Todos estos movimientos formaban parte de una estrategia diseñada con el fin de secuestrar el debate sobre el modelo de Estado. Me preguntabas por los partidos de izquierdas. El PSOE y el PCE, ya ves dónde andaban. Ahora, el último reducto del peligro, las fuerzas que hubieran podido canalizar la oposición del pueblo a la restauración borbónica, quedaba encarnado por los partidos republicanos. Cuando se habla de las elecciones del 15 de junio de 1977, se abusa pomposamente de la etiqueta las primeras elecciones libres de la democracia. Yo no sé qué concepto de libertad tendrán quienes se prestan a definirlas así, pero sí sé que a esos comicios no pudieron concurrir, bajo la justificación de ser contrarios a la forma de Estado, ni Izquierda Republicana, ni Esquerra Republicana de Catalunya, ni tampoco Acción Republicana Democrática Española. Fíjate bien en la excusa, Schumann, dada por el Ministerio de la Gobernación para no haber legalizado a estos partidos a tiempo: ser contrarios a la forma de Estado. Estamos a mediados del 77, falta año y medio para que la Constitución determine que España es una monarquía parlamentaria. ¿Cuál es ahora esa forma de Estado a la que estos tres partidos son contrarios? ¿Existe acaso? Al frente del Ministerio de la Gobernación que se escudó tras semejante pretexto se encontraba Rodolfo Martín Villa, quien había sucedido a Fraga en el cargo, y sobre el que actualmente pesa una orden de detención internacional por delitos de lesa humanidad cometidos durante la dictadura. Martín Villa no solo había sido el Ministro de Relaciones Sindicales durante los sucesos de Vitoria, sino que, durante su etapa al frente de la cartera de Gobernación, utilizó la represión policial como arma política. Tras las elecciones, condecoró con la Medalla de Plata al Mérito Policial a uno de los ejecutores de esa represión, el torturador Antonio González Pacheco, apodado como Billy el Niño. ¿Estaba en disposición alguien como Martín Villa de justificar la ilegalidad de unas fuerzas políticas cuya aspiración era restaurar la última forma de gobierno legítima que había existido en el país? ¿Estaba en disposición de hacerlo en nombre de su pretendida oposición a una forma de Estado que ni tan siquiera existía, encarnada en un monarca que intervenía en la política del país decidiendo quién podía y quién no formar parte de la oposición de izquierdas?».

  «La operación de descrédito contra los partidos republicanos se acentuó mediante una campaña de criminalización de todo lo que tuviese que ver con la idea de república. Durante el mes de julio, numerosos artefactos explosivos de poca potencia aparecieron misteriosamente bajo los puentes de la madrileña M30, envueltos en banderas republicanas. La Guardia Civil y la Policía Armada los retiraron sin mayores incidentes, y nadie reivindicó nunca su colocación, si bien la prensa monárquica no tardó en hacerse eco de la existencia de las bombas, de las que tal vez quien más hubiera podido decir hubiese sido el propio Martín Villa. La criminalización de las fuerzas opositoras se puso en práctica con particular saña contra el PCE(r), el Partido Comunista de España (reconstituido), una escisión del PCE de orientación marxista-leninista que no comulgaba con el revisionismo que Santiago Carrillo había impuesto al partido. La Dirección General de Seguridad le atribuyó la autoría de unos atentados que habían reivindicado los GRAPO, de modo que la agrupación no tuvo ni tan siquiera la oportunidad de entrar al registro de partidos. Debes saber que el PSOE dio todo su apoyo al Ministerio de la Gobernación en su afán por que los partidos republicanos quedasen fuera de las elecciones, y que no solo lo hizo porque ya hubiese aceptado la monarquía, sino sobre todo porque deseaba acaparar el mayor espacio posible de la izquierda. Se verificaba la máxima que todo estudiante aprende en primero de Ciencias Políticas: que los partidos no son sino máquinas de poder cuyo principal propósito es conseguir más poder».

  «El establishment, por otra parte, escudándose en la necesidad de que las elecciones fuesen imparciales, obró también por mano de la Iglesia cuando esta hizo pública la decisión no seguir cediendo locales a las organizaciones políticas. Durante la clandestinidad, los espacios de culto habían sido la única alternativa de muchas agrupaciones obreras a la hora de reunir a sus militantes, pero ahora que esta opción era suprimida, las fuerzas minoritarias de izquierda, que a diferencia de las de derecha no tenían acceso a grandes créditos de la banca, veían de pronto muy mermadas sus posibilidades logísticas. Como ves, Schumann, las condiciones de pretendida igualdad eran solo una entelequia, y cuando se actuaba en nombre de aquella el resultado terminaba siendo peor que el punto de partida, especialmente para quienes cuestionaban el poder. Para terminar de cocer el pucherazo, se permitió que la mayoría de edad legal para votar quedase fijada en los 21 años. No hay que olvidar que la mayoría de edad penal ya estaba establecida a los 18, de modo que, de esa forma, más de dos millones de españoles veían cómo se les convertía en responsables a la hora de exigírseles sus deberes, mientras se les trataba como a niños en lo referente a sus derechos. Fíjate de nuevo, Schumann, la sutileza con que obraba el poder establecido: más de dos millones de votos, la mayoría de los cuales hubiese ido a parar a buen seguro al bando equivocado, eliminados de un plumazo. Y, por si acaso, solo por si acaso, no se dispusieron los mecanismos necesarios para que otro millón largo de electores, los emigrados al extranjero, pudiese ejercer su derecho al voto desde sus países de residencia. Imagino que no hacen falta demasiadas luces para adivinar hacia dónde apuntaba la intención de voto de este colectivo. Ante tal panorama, solo es posible seguir vendiendo las elecciones del 77 como libres y legítimas desde el cinismo o desde la ignorancia».

    «¿Pero verdaderamente lograron algo los partidos antes de las elecciones?» —me interroga Schumann, con ironía—. «Tras la disolución de la Platajunta» —respondo—, «en octubre del 76, las fuerzas de la oposición moderada habían confluido con el resto de organizaciones opositoras, que se habían agrupado en la denominada Plataforma de Organismos Democráticos. Celebraron una cumbre para decidir qué estrategia adoptar ante la Ley para la Reforma Política. Tras constatar que la iniciativa estaba en manos del Gobierno, y que era necesario, por tanto, negociar con él, elaboraron para ello un documento con una serie de exigencias mínimas, muchas de las cuales, en realidad, estaban ya implícitas en la propia ley. Otras, fueron aceptadas por el Gobierno, pero luego fueron cumplidas de forma parcial, o bien respetadas solo nominalmente, sobre todo en lo relativo a la organización de las elecciones. La disolución del Movimiento, en cambio, sí que se llevó a cabo, mientras que el reconocimiento de las nacionalidades históricas se postergó hasta el proceso constituyente. Tras la capitulación en lo que a la forma de Estado se refería, solo quedaban algunos reductos para que los partidos de izquierdas demostrasen que estaban en disposición de empezar a canalizar alguna de las reivindicaciones por las que se había combatido en la calle. Y es que la lucha obrera había sido tan intensa como alto el precio represivo que se tuvo que pagar por ella. Si los terroristas de ETA y GRAPO tenían en su punto de mira a los militares y miembros de las fuerzas de seguridad del Estado, este tampoco le hizo ascos a la guerra sucia, y desde los crímenes de Montejurra hasta los asesinatos de los cinco abogados laboralistas cometidos en Madrid en enero del 77, se sirvió del recurso a grupos neofascistas (como la organización Gladio, financiada por la CIA en su particular cruzada anticomunista) para marcar territorio al margen de la ley y de la moral. No hay que olvidar que los años que van de 1974 a 1979 estuvieron marcados por la mayor conflictividad laboral de la historia de España, y en el trasfondo de esta no se hallaban sino las demandas por las que ahora los partidos, al fin legalizados, tenían la oportunidad de pelear».

  «No obstante, llegada la hora de la verdad, las principales formaciones tampoco dieron la talla en esto, como pudo verse por la forma en que el PSOE, ya en plena campaña, arrinconó en un cajón el programa que había aprobado en su XXVII Congreso, en el que, junto a reivindicaciones como la jornada de 40 horas semanales o la enseñanza pública, gratuita y obligatoria, se encontraban también demandas como la nacionalización de la banca o la defensa del derecho a la autodeterminación de los pueblos ibéricos, y un firme compromiso con el abandono de la política militar que los Estados Unidos habían impuesto al país. Muchas de ellas se perdieron en el olvido. Y es que, por mucho que las juventudes socialistas estuviesen defendiendo con convicción un programa marxista, la dirección, sujeta con firmeza por Felipe González, pensaba y se movía ya en los términos que luego habrían de visibilizarse con los Pactos de la Moncloa o la definitiva permanencia en la OTAN». «Pero España aún no había entrado en la Alianza» —objeta Schumann—. «Cierto» —concedo—, «ni el Partido Socialista había abandonado todavía formalmente el marxismo, de modo que, como podrás imaginarte, aún no le había llegado la hora de gobernar. La entrada de España en la OTAN, que era una de las principales urgencias de Estados Unidos y, por tanto, del rey Juan Carlos, habría de ser ejecutada por otras manos».

  «De vuelta al convulso 1977, no puede perderse de vista otra de las reivindicaciones por las que con más fuerza se había movido la ciudadanía durante los años previos. Me refiero a la demanda de amnistía para los represaliados por el franquismo. En la declaración programática del Gobierno, efectuada el verano anterior, ya se había anunciado la concesión de una amnistía parcial, efectiva desde agosto de 1976. La disconformidad de las fuerzas progresistas, quienes juzgaron la norma insuficiente, pero que en todo momento alentaban que su espíritu se encaminase a defender a quienes hubiesen sufrido cualquier clase de represión por oponerse al levantamiento armado contra la República o la dictadura, conduciría a negociaciones que dieron como resultado la extensión de la ley. Sin embargo, su ampliación final y su aprobación tras las elecciones, con UCD ya en el poder, le confirieron un sesgo de ley de autoamnistía hecha a medida que contravenía lo estipulado en el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, un tratado que España había ratificado seis meses antes de que entrara en vigor la ley. Su desarrollo y aplicación posterior no han hecho sino confirmar esta tendencia, convirtiéndola a la postre en una herramienta ilegítima con la que se ha apuntalado la impunidad de las atrocidades cometidas durante el franquismo sobre la población civil, y es que, como estipulan claramente los tratados internacionales, los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles».

  «Si la izquierda hubiera ganado las elecciones…» —imagina Schumann—. «Probablemente, las cosas hubiesen sido distintas también en este ámbito» —respondo—. «Sin embargo, no conviene confundirse. La Ley de Amnistía fue considerada un logro importante por todas las partes, en particular desde el punto de vista de una de las necesidades más acuciantes del momento, que era la reconciliación nacional. Hacer concesiones, y en este sentido las que se vieron obligados a hacer los perdedores de la guerra fueron mucho mayores, pues no hay que olvidar que gran parte del daño que ellos perdonaban con esta ley estaba aún fresco en sus carnes, se imponía como una de las vías más realistas para evitar que los rencores resucitaran el monstruo de la discordia. No solo el Gobierno, sino las propias fuerzas de la oposición, acordaron soslayar todo lo que de este pacto pudiera entrar en conflicto con el derecho internacional. Así, poco a poco, con la esperanza por alcanzar el olvido y el entendimiento, el merecido perdón para las víctimas se extendió en forma de misericordia también para los verdugos. Estos, según fue avanzando la transición, fueron poco a poco reafirmándose en el convencimiento de que no tenían nada que perdonar, y cuando los herederos de Alianza Popular –quien nunca dio su apoyo a la ley– se sintieron a resguardo gracias a la misma, comenzaron a abusar de su interpretación más restrictiva para jactarse de que les amparaba el Derecho, no solo a la hora de justificar que torturadores condecorados pudieran correr libres por las calles, sino incluso en su cínica defensa de que monumentos como el Valle de los Caídos constituían un homenaje a la reconciliación. Por ello, cuando la legislatura de Zapatero se extinguió en 2011 dejando tras de sí el tímido alegato de la Ley de memoria histórica, al restituido PP, para conjurar el peligro de las legítimas demandas de reparación exigidas por las verdaderas víctimas, no le hizo falta derogar esta ley, y a su más puro estilo falsario y ensoberbecido, le bastó con ahogarla por la vía presupuestaria».

  «Pero no nos torzamos, Schumann, que pronto va a amanecer, y aún no hemos llegado al mayor esperpento…».


  25 de febrero de 2018. 


  Después de un "parón" demasiado largo impuesto por circunstancias personales, continuará en breve.




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