El carnaval de la democracia (VII)

  

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  El episodio del Sáhara ilustra hasta qué punto los vicarios de quienes tutelaron la transición estaban dispuestos a anteponer su propio beneficio a minucias humanitarias. Tal provecho no era, en ocasiones, ni tan siquiera colectivo, respondiendo demasiadas veces a un interés personal o de defensa de una institución que, en el caso de la monarquía, carecía del apoyo popular explícito. La primera decisión importante del nuevo rey consistió en la ratificación como presidente del Gobierno de Arias Navarro, el remplazo que el dictador había designado para Carrero. El verano anterior, Arias había asistido a la tercera fase de la «Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa», celebrada en Helsinki, donde, ante más de una treintena de líderes europeos, había intentado en vano reforzar la imagen externa del país, reafirmando una defensa de la no injerencia que fue muy pobremente valorada por la opinión pública internacional. Pero el problema con Carlos Arias iba más allá del escaso atractivo de su figura fuera de las fronteras españolas, como se puso de relieve cuando Juan Carlos I hubo de apresurarse a justificar su decisión de mantenerlo en el cargo ante los presidentes francés, alemán, y el secretario de Estado Kissinger, pidiendo que no lo malinterpretasen pues, en aquel punto del proceso, Arias era inevitable. En el interior del país, el nuevo presidente del Gobierno, que ni se planteaba en un primer momento la posibilidad de dimitir, dejó claro que la apertura exigida por el exterior no iba a llegar de su mano cuando, con motivo de la primera reunión de la comisión mixta que debía examinar los proyectos legales de reforma, terminó revelándose como un verdadero albacea del dictador llamado a preservar las esencias del franquismo. Tras su discurso, en el que atacó con crudeza a la oposición comunista, se hizo patente que la asunción inicial por parte del nuevo jefe de gobierno de ciertas propuestas aperturistas como propias había respondido más bien a la ausencia de un verdadero programa, y que las resistencias del «búnker», que Arias, al cabo, encarnaba, no iban a permitirle ir mucho más allá de la línea que ya podía irse entreviendo. Esta discurría en el eje de un ensalzamiento del régimen, afianzando un sistema cuyo perfeccionamiento, en todo caso, se haría en base a las directrices del «Movimiento» con el propósito de reconfigurar un fuerte Estado unitario en el que, acaso, pudieran tolerarse un cierto regionalismo y la apertura de algunos canales participativos.

  Para sortear el inmovilismo de un escollo tan duro como Arias, que, no lo olvidemos, controlaba una parte importante de los aparatos del Estado, incluidos sus servicios de información, el rey situó a su antiguo preceptor, el jurista y procurador Torcuato Fernández-Miranda, a la cabeza del Consejo del Reino, cargo que llevaba aparejada la presidencia de las Cortes. En razón de la amistad y complicidad existente entre ambos, Juan Carlos de Borbón hubiera preferido a Fernández-Miranda como presidente del Gobierno, pero este último era muy consciente de la oposición que semejante idea hubiera hallado entre los militares, quienes se sentían mucho más seguros con Arias. Fernández-Miranda sabía, además, que desde la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino podría manejar los hilos del poder franquista de un modo mucho más velado y efectivo, hecho que se hizo patente cuando logró que Arias admitiera en su Gobierno a ciertos nombres reformistas, como Manuel Fraga, José María de Areilza y Antonio Garrigues, amén de varios representantes de la misma generación de Juan Carlos, entre los que se contaban Alfonso Osorio, Rodolfo Martín Villa, Leopoldo Calvo-Sotelo y, sobre todo, Adolfo Suárez.

  «Vaya» —me interrumpe Schumann—, «parece que ya llegamos al gran presidente de la transición». «Que, de grande, no tuvo nada» —respondo yo—. «Pero bajemos un momento a las calles. Habiendo seguido hasta aquí la historia, parecería que este tránsito solo la protagonizaron sus próceres. Es cierto que ellos lo pilotaron, sostuvieron unos mandos que solo giraban unos pocos grados, tantos como el poder imperial estaba dispuesto a tolerar, pero eran las demandas de la gente las que conformaban la ruta a la que este último debía atenerse. Para que las cosas cambiasen y, a un tiempo, todo permaneciese igual, no podía desoírse el rumor del pueblo o ponerle una bota sobre la cabeza. La olla a presión hubiese estallado. Como ya te dije antes, bastaba con abrir la válvula».

  «Si la historia hubiese de escribirse con metáforas, creo que prescindirían de ti». «De eso no te quepa duda. Pero, ¿qué tenemos hasta ahora?». «Ponme al día». «Por encima de todo, la tutela estadounidense, que prefijaba el punto de destino: una democracia liberal homologable cuya compañía, más allá de ser tolerada por sus vecinas europeas, no hiciera sonrojar a estas cuando les llegara la hora de compartir clubes militares y económicos con España. Para llegar a buen puerto sin torcerse, convenía tomar una ruta medianera: no demasiado a estribor, pero, sobre todo, lejos de babor, donde amenazaban rojos nubarrones. Los aparatos del Estado ya se habían puesto a ello, pero les faltaba aún docilidad a la comandancia del nuevo monarca, quien, no obstante, si algo sabía es que incluso mientras se navega no puede uno dejar de atenerse a los deseos del armador. Y este, que empezaba a confiar en aquel manso capitán, iba dejándole hacer, dando acaso algunos golpes de timón puntuales». «Fabuloso. Aeronáutico, náutico… ¿qué más me espera?». «No sufras; mis musas no dan para mucho más. El caso es» —prosigo— «que para moverse a salvo entre dos aguas, había que convencer a los inmovilistas del régimen de que se aviniesen a la reforma, trayéndolos de la extrema derecha. De eso se ocuparía el rey, quien, para salvar el escollo de Arias y las Cortes franquistas, contaba de entrada con Fernández-Miranda. Por el otro lado, era necesario rescatar a la oposición política, en particular a la izquierdista, de cualquier veleidad próxima al comunismo. Ya hemos visto cómo se reconvirtió al PSOE, de modo que solo faltaba rematar la faena con el PCE. Para esos menesteres se habían constituido la Junta Democrática y la Plataforma de Convergencia Democrática, que pronto acabarían fusionadas en un nuevo organismo opositor del que habría que purgar a los pocos personajes íntegros que pudieran quedar en las cúpulas de los partidos, sindicatos y asociaciones que, no lo olvidemos, aún debían ser legalizados. El pueblo aceptaría el cambio, cegado por la fe ciega en sus futuros representantes, o más bien por la simple perspectiva de poderlos elegir; al cabo, la ilusión de vislumbrar un porvenir libre de cadenas bastaba como horizonte. Y sin embargo, la gran trampa, aquello en lo que sin la perspectiva temporal necesaria era muy difícil reparar, es el hecho palmario de que tal destino era inexorable. La inercia histórica del entorno inmediato y su ubicación geográfica no podían llevar al país hacia ningún otro puerto que no fuese la democracia. Empeñarse en vender una imagen heroica de los tripulantes del navío en razón de la supuesta dificultad de la empresa es caer en una idolatría ingenua. Aquello debía ocurrir, era una fatalidad. ¿Pero sabes lo peor?». Schumann me mira con expresión interrogante. «Que, en el fondo» —continúo—, «lo de menos era si en galeras casi todos remaban en esa dirección».

  Schumann se queda pensativa. «¿Casi todos?» —inquiere. «¡No podían ser todos!» —exclamo—. «Acuérdate de que medio país había ganado la guerra, y de que Franco había gobernado solo para ellos. ¿Qué interés podían tener estos en que la situación cambiase? A diferencia de Abraham Lincoln, que, después de su triunfo en la guerra de Secesión dedicó sus esfuerzos a promover una política de reconciliación nacional, «el Caudillo» no hizo sino regocijarse en una inútil venganza consistente en la humillación de los vencidos, a quienes esquilmó con crueldad para entregarle el botín a la otra mitad. Tras su heroica muerte, Lincoln se erige en mito fundador, al igual que lo fuera antes George Washington al ganar la guerra de la Independencia tras haber dirigido a un pueblo entero puesto en pie. También lo hizo De Gaulle, pues él solo logró, con su discurso radiofónico emitido desde Londres por la BBC, levantar el orgullo de los franceses contra la invasión alemana y el traidor gobierno del fascista Pétain. Todos ellos fueron mitos fundadores. ¿Pero qué hizo Franco, ese estúpido asesino rencoroso? Mutiló toda esperanza de armonía, y así lo demuestra el que, tras su desaparición, persistan el rencor y el odio de los vencidos hacia los vencedores. Como explica Antonio García-Trevijano, una de las grandes víctimas de la transición, las oligarquías actuales no han sabido resolver esta situación anómala, pues siguen, junto con la monarquía, del lado de quienes ganaron la guerra. Podrá haber habido paz, pero nunca llegó la pacificación, y para borrar esta ignominia de su conciencia, los artífices de la reforma continuista trataron de construir sus propios mitos. Por eso ensalzaron hasta el absurdo a personajes como Adolfo Suárez, que no fue nada más que un mero encantador de serpientes, lejos, muy lejos de la grandeza de figuras como Washington, Lincoln o De Gaulle. Ellos sí fueron verdaderos hombres políticos, auténticos mitos fundadores, mientras que Suárez no pasó de ser un mito fabulador o, mejor dicho, solo fue la fabulación de un mito. Se ha hablado hasta el hartazgo del famoso consenso de la transición, pero tal consenso (y sigo con Trevijano) fue solo una obra colectiva en la medida en que el poder se puso de acuerdo para, mediante pequeñas renuncias, lograr los pactos necesarios con el fin de que, en lo esencial, nada cambiase. Pactó el PCE con la oligarquía, sí, Carrillo con la banca, con el rey, igual que pactó Felipe González con el armador del barco cuando obligó al PSOE a renunciar al marxismo. Todo fueron pactos, acuerdos de salón, a hurtadillas del pueblo, que esperaba ansioso una transición que, como dijo Julio Anguita, solo fue una transacción».

    «¿Quieres decir» —me pregunta Schumman—, «que también el Partido Comunista se prestó a este juego?». «Absolutamente. Estamos en marzo de 1976. Mientras la agitación en las calles era cada vez mayor, los líderes de las principales fuerzas políticas y sindicales agrupadas en torno a las dos asociaciones opositoras mencionadas, la Junta Democrática de España y la Plataforma de Convergencia Democrática, acordaron la fusión de ambas en un nuevo organismo unitario, denominado Coordinación Democrática, que hubiera debido constituir una más fuerte herramienta de resistencia al régimen». «Pero no fue así». «En absoluto. Recordarás que el PCE formaba parte de la Junta Democrática, mientras que el PSOE había quedado englobado en la Plataforma de Convergencia Democrática. El principal rasgo distintivo entre ambas era la demanda, por parte de la Junta, de la celebración de un referéndum sobre la forma de Estado. Pero el rey y sus adláteres abrigaban el bien fundado temor de que tal votación, de llevarse a cabo, enterraría para siempre la Corona. El modo más sutil de diluir semejante exigencia consistió, por tanto, en unir ambos organismos. No fue difícil. Aprovechando que uno de los clamores populares más enraizados en la lucha de base del momento era, al margen de la petición de amnistía, el reclamo de la legalización de los partidos políticos y los sindicatos, muchos de los líderes-títere que ya copaban las cúpulas de aquellas asociaciones supieron (con la ayuda mediática que el propio establishment se concedió al promover y facilitar la eclosión de la primera prensa libre), vender la idea de que había llegado la hora de los partidos. Se trataba de la aplicación de una lógica aplastante: canalizando el poder de la calle en unas fuerzas organizadas pero manejables, se vertebraba lo que, de otro modo, podía ser un caos, debilitando al mismo tiempo su vínculo con la auténtica voluntad popular. Uno de los personajes que encarnaban ésta de un modo más genuino era el abogado Antonio García-Trevijano, de esencia nítidamente republicana, cuya independencia ideológica lo convertía en el menos venal de cuantos cabecillas pululaban en la escena política y sindical de la izquierda opositora del momento. El 26 de marzo, al constituirse la Coordinación Democrática (conocida popularmente como Platajunta), Trevijano ya tenía claro que aquel movimiento supondría una cesión, pues el PSOE, cuyo secretario general venía de reunirse con el rey y el Ejército, iba a trabajar en todos los frentes para que la legalización del PCE no llegase a la par de la del resto de partidos. De la mano de Felipe González, también, llegarían las presiones para que el PCE se aviniese a dar primacía a las fuerzas políticas organizadas, socavando de este modo la capacidad de acción de los grupos sociales o simples afiliados, esto es, restando poder a la verdadera base».

  «Paralelamente, y mientras el presidente Arias persistía en su negativa a mantener contactos con la oposición, el rey recibió a los moderados, socialdemócratas y democristianos, mientras en la trastienda organizaba un viaje a Bucarest de su valido, el diplomático Manuel Prado y Colón de Carvajal, para que este hiciese llegar un mensaje a Santiago Carrillo a través del presidente rumano Nicolae Ceaușescu. El chantaje sirvió para que el líder del PCE conviniese en moderar sus exigencias democratizadoras a cambio de no perder parcelas de poder». «¿Y en qué se tradujo esa moderación?» —me interroga Schumann—. «Entre otras cosas, en tragarse la monarquía. Menos de un año después, la bandera bicolor ondearía con total normalidad junto a la comunista en todos los actos del partido. Pero si analizamos la deriva de Carrillo y los suyos por aquellos años, con la defensa de las bases norteamericanas en 1975, por ejemplo, o las declaraciones del líder comunista a un miembro del espionaje estadounidense, queda patente que, en su afán por lograr su legalización y entrar en el gobierno, el PCE encarnaba a aquellas alturas una suerte de estalinismo en su manifestación más degenerada y socialdemócrata». «Pero la legalización tenía que llegar de todas las maneras. ¿Por qué hacer concesiones a cambio de algo que era inevitable?». «Poder, Schumann, ansias de poder. El pánico a quedarse fuera». «Ya. ¿Y qué fue lo que le dijo Carrillo a ese espía americano?». «Pues ya puedes figurártelo: que su intención no era instaurar el socialismo. Que eso, en todo caso, vendría después». «Es decir, nunca». «Piensa que uno de los planes de los Estados Unidos, ya desde 1972, consistía en el remplazo de Carrillo al frente de la dirección del Partido Comunista. El modo de evitarlo, por parte de este, terminó siendo dejar de representar una amenaza. Así, además, quedaba expedito el camino para la consolidación futura de un sistema bipartidista en el país: democristianos y socialdemócratas. Otro de los objetivos del armador… y del capitán del barco».

  «Entretanto, Manuel Fraga, que ya era ministro de la Gobernación y temía que su proyecto de Ley para la Reforma Política terminase abriendo las puertas también al PCE, afiló las herramientas represivas que le otorgaba su cargo encarcelando a ciertos líderes opositores bajo el pretexto de la inestabilidad con que amenazaba la proximidad del Primero de Mayo. A finales de marzo se produjeron las primeras detenciones de miembros de la Platajunta, pero, para calibrar quién era verdaderamente peligroso en aquella asociación, basta con ver cómo enseguida se puso en libertad a los socialistas, mientras se mantenía a la sombra a varios comunistas, amén del independiente Trevijano». «De manera que la Platajunta no era ya una verdadera herramienta opositora». «En absoluto» —respondo—; «aquello no era sino un teatro de marionetas repleto de grupos recién creados ad hoc para dar una cierta apariencia, muchos de cuyos integrantes no habían tenido ni tiempo de aprenderse bien las siglas a las que habían quedado adscritos. En fin… La represión de Fraga también se trasladó a las calles, donde las manifestaciones de protesta fueron duramente sofocadas por los grises, y el Día Internacional de los Trabajadores finalizó sin incidentes remarcables, con mucha menos gente en las calles de lo esperable y abundantísima presencia policial. Parecía como si, estando Trevijano en prisión, la oposición comunista hubiese desaparecido». «Pero hubo avances por aquellos días. ¿No fue entonces cuando se autorizó por primera vez en el país la celebración de un congreso de la UGT?». «Sí, Fraga había dado el visto bueno, y el 15 de abril alrededor de ochocientas personas se reunían en los salones del restaurante Biarritz, en Madrid, cantando La Internacional con el puño en alto. Con concesiones de este tipo se calmaban los ánimos. Era obvio que medidas que estaban a punto de adoptarse, sea el caso del desmantelamiento del Sindicato Vertical franquista o el establecimiento de derechos como el de reunión y manifestación debían caer igual que la fruta madura, pero resultaba harto más reconfortante venderlos como una conquista de la clase obrera». «¿Pero no crees que verdaderamente fueron conquistas de la clase obrera?». «En otros países, tal vez, pero en España no fue tanto una conquista de sus detentadores como una concesión del poder. Además, no se trataba sino de una suerte de restitución perfeccionada de lo que la dictadura le había hurtado a la Segunda República».

  El hervidero de huelgas, manifestaciones y protestas reivindicando mejoras sociales y políticas (incluidas las demandas de mayor autonomía de las nacionalidades históricas por medio de la restauración de los Estatutos vasco y catalán), los atentados y asesinatos de todo signo, los crímenes fruto de la guerra sucia y la represión policial acontecidos durante el primer semestre del año, unidos a la crisis económica y enfrentados a la ralentización que el Gobierno estaba imponiendo a las reformas, terminaron con la paciencia del rey quien, ayudado por una instancia oficiosa de la CIA de tanta influencia como el semanario Newsweek, acometió la recta final de la campaña de acoso y derribo al presidente Arias. Arnaud de Borchgrave, cuyo «aterrizaje» en España el año anterior había obedecido a propósitos análogos a los que llevaran al embajador Frank Carlucci a Portugal, publicó el 26 de abril, con la clara intención de elevar el desprestigio del presidente del Gobierno español a la categoría de empresa mediática, una entrevista al rey Juan Carlos de Borbón en la que este no se anduvo con rodeos a la hora de afirmar que «Arias [era] un desastre sin paliativos, que se [había] convertido en el soporte de los leales a Franco». La inmediata reacción del Gobierno consistió en censurar el número de Newsweek en España, pero el eco de la publicación se había extendido ya en la prensa nacional menos afín al régimen, que se aprestó a hurgar en la llaga de la parálisis del gabinete de Arias, así como en la mala relación entre el rey y el presidente. A este, como último baluarte, solo le quedó comparecer ante las cámaras en un desesperado intento por mostrar lo que, evidentemente, distaba mucho de estar ocurriendo: que la reforma ya había llegado. En la alocución, sin embargo, Carlos Arias se resistió a atenuar su beligerancia anticomunista, tal vez porque sabía demasiado bien que su sentencia de muerte ya estaba firmada.

  «Parece que a la Corona no le faltaba capacidad para acabar con sus enemigos» —comenta Schumann—. «Las cosas son más fáciles cuando se cuenta con buenos padrinos» —respondo—. «Piensa, además, que el rey concentraba en su persona todos los poderes de Franco. Es cierto que las leyes del Movimiento le impedían una destitución formal del presidente del Gobierno, pero su capacidad para ejercer presión y tomar decisiones, en la práctica, conocía escasos límites, el principal de los cuales consistía en no contrariar la voluntad estadounidense. Precisamente de un viaje al país americano, donde, el 2 de junio, el monarca se dirigió a los miembros del Congreso de aquel país en lo que sin duda constituyó su bautismo y confirmación internacional, Juan Carlos de Borbón regresó con la certeza, quién sabe si con el encargo, de que el remplazo de Arias no podía hacerse esperar. Este era el modo en que la institución monárquica se defendía a sí misma, y en tanto el Estado iba asimilándose cada vez más a esta, la defensa del mismo adoptó también el valor de salvaguarda de la monarquía, contra cualquier posible enemigo».

  En tal contexto tienen lugar los sucesos de Montejurra. El 9 de mayo, en la conmemoración anual de una de las victorias obtenidas por los carlistas en 1873 contra los liberales durante las denominadas guerras carlistas, los partidarios de Carlos Hugo de Borbón se disponían a realizar su tradicional ascensión al Montejurra, próximo a la localidad navarra de Estella. Carlos Hugo, en su condición de presidente del Partido Carlista, que había ido virando desde posiciones muy ancladas en la tradición hacia un revolucionario socialismo federalista partidario de la autogestión, había tomado parte en consecuencia en la fundación de la Junta Democrática de España al lado del Partido Comunista. Pero se daba además la circunstancia de que Carlos Hugo había sido expulsado del país por Franco en 1968 ya que, en virtud de la línea sucesoria que lo unía a Felipe V, se presentaba como legítimo aspirante al trono. Franco manifestó entonces que «no [podía] dejarle a España una guerra de sucesión», y si bien reconoció que aún no era hora de «tomar las últimas decisiones», aclaró que, en todo caso, ya habían sido «concluidas». «Este señor no va a ninguna parte», terminó apostillando el dictador en referencia a Carlos Hugo. Aquel domingo, sin embargo, una nueva facción ultraderechista del carlismo, encabezada por Sixto Enrique de Borbón, hermano de Carlos Hugo, había tomado el Montejurra con la connivencia de la policía y la Guardia Civil, seguramente armados por estos, y alentados por la prensa de extrema derecha que definió la operación como «La reconquista de Montejurra». Cuando ambos grupos se encontraron, los partidarios de Sixto Enrique, entre los que se contaban algunos grupos de ultraderecha de otros países además de un oficial jubilado del Ejército, dispararon con armas largas, provocando dos muertos y diversos heridos ante la completa pasividad de las fuerzas del orden, que reconocieron haber recibido instrucciones de «no intervenir». Alegando que se había tratado de una lucha fratricida, Fraga impidió que se llevase a cabo una investigación, y los tres únicos detenidos serían puestos en libertad gracias a la Ley de Amnistía de 1977, quedando los hechos impunes, y las aspiraciones políticas y dinásticas del PC y Carlos Hugo definitivamente enterradas.

  «Con la verdadera oposición comunista desvertebrada y en prisión, la oficial pactando con la monarquía desde el exilio, y el falso socialismo encarnado por Felipe González llegando a vistosos acuerdos con el ministro de la Gobernación, la liquidación de Arias, que fue llamado por el rey para que acudiera a la Zarzuela, donde, acorralado, terminó presentando su dimisión, no era sino el siguiente paso necesario. Lo que estaba por llegar había sido cuidadosamente planificado». «¿Por?» —pregunta Schumann, con tono retórico—. «Por una parte de los servicios de información» —respondo—, «españoles y norteamericanos. Por el rey, por supuesto. Y, para que todo pudiera quedar revestido de la impecabilidad jurídica que era precisa, por el jurista Torcuato Fernández-Miranda, el antiguo preceptor del rey, que ahora ostentaba la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino. Fernández-Miranda ya había estado moviendo los hilos mientras Arias era aún presidente. Para que en el hemiciclo pudieran oírse voces diferentes a las del búnker, había creado lo más parecido a los grupos parlamentarios que la naturaleza jurídico-política de la cámara permitía. Así, las diversas sensibilidades ideológicas que albergaba el franquismo quedaron estructuradas, conformando una variedad de familias políticas que debía estimular el debate. Además, con el establecimiento de un procedimiento de urgencia que abreviaba la tramitación de las leyes a un período máximo de 25 días, la capacidad del búnker de demorar las reformas había quedado muy mermada. Por último, y en su calidad de presidente del Consejo del Reino, Fernández-Miranda había decidido establecer una periodicidad inusitada para las reuniones de este, que desde entonces pasaron a celebrarse quincenalmente. La resignación con que los procuradores del régimen aceptaron imposiciones tan drásticas como el procedimiento de urgencia se entienden mejor en el contexto de una coacción extraparlamentaria». «¿El palo y la zanahoria?» —pregunta Schumann—. «¿El informe…? ¿Cómo se llamaba?—. «Jano» —respondo—. «No existen pruebas documentales lo bastante sólidas como para asegurarlo, pero, al margen de algunos testimonios de miembros del propio SECED, sí que contamos con otra clase de indicios. En primer lugar, está el hecho conocido de que, para persuadir a numerosos procuradores del posicionamiento que debían adoptar durante las votaciones, tuvieron lugar multitud de reuniones privadas en las que aquellos eran convencidos individualmente. Existe también un documento público muy revelador. Se trata de una reunión informativa de las Cortes, televisada, en la que el propio Fernández-Miranda dedicó a los procuradores unas frases muy directas donde, con una autoridad que no admitía réplica, les recordó que las Cortes (es decir, aquellos a quienes se dirigía) quieren la reforma».

  «Y, si alguien no la quería…» —insinúa Schumann—. «Se le instaba a hacerlo» —apostillo. «El palo». «Así es» —confirmo—. «Pero ¿crees que esa técnica debió funcionar igual con los miembros de la oposición de izquierdas?». «Esa técnica» —continúo—, «tenía dos caras». «Te refieres a la zanahoria». «Eso es, Schumann. Los políticos de la oposición eran más jóvenes, su pasado no constituía un campo de cultivo tan extenso para el chantaje, no había tanto detalle escabroso que sacar de ahí; de modo que con ellos resultaba más efectiva la tentación del poder que la amenaza. Como afirma el general Fernández-Monzón, después de los primeros encuentros serios entre la CIA y el SECED, los integrantes del servicio de información español establecieron interminables rondas de contactos con quienes deberían haber abogado por una verdadera tabla rasa del régimen. El propósito de tales reuniones, de las que hay multitud de ejemplos, como las mantenidas con Enrique Múgica o José Pedro Pérez-Llorca, consistía en recordarles que, si en lugar de optar por la ruptura elegían la vía reformista, el sistema sabría encontrar un buen lugar para ellos».

  Entretanto, las argucias de Torcuato Fernández-Miranda terminaron dando sus frutos. Si bien es cierto que, en un primer momento, muchos de los cambios que estaba llevando a cabo desde la presidencia de las Cortes y del Consejo del Reino fueron criticados por la prensa y la oposición, quienes llegaron a interpretar el aumento de la actividad del Consejo como un síntoma de fortalecimiento del sector inmovilista del régimen, lo cierto es que la realidad era bien distinta. Una vez que la opinión pública se hubo habituado a la rutina de unas sesiones que, hasta entonces, únicamente solían producirse con motivo de alguna toma de decisión extraordinaria, la prensa dejó de prestarles la debida atención. Fue entonces cuando Fernández-Miranda asestó el siguiente golpe y, de común acuerdo con el rey, se las ingenió para que el plazo entre el anuncio de la dimisión de Arias y la siguiente reunión del Consejo quedase reducido a solo tres horas. Ello dejó sin margen de maniobra a las instancias del «búnker», cuyos prebostes se toparon con el inicio de los trámites para nombrar al nuevo presidente del Gobierno sin apenas haber podido reaccionar. La habilidad de Miranda hizo el resto. El leal amigo del rey dividió a los candidatos cuyos nombres debían optar a formar parte de la terna de presidenciables que el Consejo debía elevar al monarca en tres categorías: falangistas, tecnócratas y democristianos. De ese modo, las sucesivas votaciones de los consejeros, planteadas a modo de eliminatorias, indujeron a estos a descartar rápidamente a quienes, como Manuel Fraga o José María de Areilza, podían haber contado con alguna posibilidad de alcanzar el puesto. Cuando se hicieron públicos los nombres de los tres elegidos, el «búnker» pareció respirar tranquilo, pues tanto Federico Silva como Gregorio López-Bravo, quienes representaban posiciones continuistas que garantizaban la supervivencia del régimen, resultaban a todas luces los dos candidatos más sólidos. En cuanto al tercero, el joven Adolfo Suárez, tenía toda la pinta de ser un aspirante de relleno para suplir al candidato natural del falangismo, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, cuyos problemas físicos le habían apartado del camino a la Moncloa. Nada más lejos de la realidad.

  «Que el rey eligiera a Suárez debió de ser todo un bombazo» —especula Schumann—. «Ni te lo imaginas. La prensa, la oposición, el búnker… Por una u otra razón, todos consideraban que aquello no tenía ni pies ni cabeza. Para el comunismo, su condición de falangista no era sino una vía directa para la perpetuación del régimen, juicio compartido por la opinión pública más liberal. Para los procuradores adeptos al franquismo, en cambio, se trataba de todo lo contrario. Pero Juan Carlos de Borbón tenía muy presente el consejo que en tiempos le había dado su padre respecto a cómo debía conducirse una vez accediera al trono. Fíate de los hombres del Movimiento —le había dicho—, que le han sido fieles a Franco y te lo serán a ti. Parecía que tal lugar estaba llamado a ocuparlo Fernando Herrero Tejedor, que había sido secretario general del Movimiento, pero su prematura muerte en accidente de tráfico abortó esa posibilidad. Para suplirlo, los servicios de inteligencia trazaron entonces el retrato robot del nuevo futuro presidente, al cual dio su visto bueno la CIA, y lo hicieron con arreglo al esbozo de unos rasgos o condiciones mínimas que el mandatario debía cumplir: que fuese un hombre joven, a ser posible del Movimiento, de origen humilde y sin fortuna personal, y que no hubiese participado en la guerra. Estas características servirían para hallar el equilibrio que lo haría aceptable por todas las partes. En semejante modelo encajaban tanto José Miguel Ortí Bordás como Rodolfo Martín Villa y Adolfo Suárez. Pero este último reunía además otras cualidades que lo convirtieron en el favorito del rey: para empezar, sus cuatro años de experiencia al frente de la dirección general de Radiodifusión y Televisión, de 1969 a 1973, le conferían unas dotes idóneas para encarar con garantías aquello que se imponía en primer lugar: vender imagen y propaganda. No la suya propia, que también (y en esto Suárez era todo un experto), sino sobre todo la de la Corona y, muy particularmente, la del nuevo rey, quien ya había sido agasajado hasta la náusea por el ente mediático público nacional, único, a la sazón, por aquellos años, y que no andaba precisamente sobrado de apoyo popular en la carrera de fondo por asentar su legitimidad frente a la alternativa republicana. Por supuesto, la excelente oratoria de que estaba dotado era otro de sus puntos fuertes, y si algo era deseable para persuadir de la conveniencia de las reformas que estaban por venir era el influjo de un flautista de Hamelín capaz de congregar a su alrededor a falangistas conversos como él, pero también a socialdemócratas, liberales y democristianos. Aunque lo más importante es que se trataba de un personaje absolutamente manejable. Su supina ignorancia del mundo político y de las leyes (no logró terminar la carrera de Derecho) se advierten mejor cuando, al fijarse de cerca, uno se da cuenta de que carecía de todo: de proyecto, de programa, del conocimiento necesario para llevar uno y otro a cabo. A Suárez se lo dieron todo hecho: ni las leyes mediante las cuales se acometieron las principales reformas durante la transición ni el propio texto constitucional del 78 recibieron su impronta. En palabras de Antonio García-Trevijano, era un inútil que no sabía de nada». «Pero llegó hasta ahí». «Llegó hasta ahí, Schumann, porque era un trepa vanidoso que supo posicionarse y venderse bien. Fue la clase de arribista que no tiene escrúpulos a la hora de dar coba a sus superiores, que se iba a veranear al Puerto de Santa María para que Carrero lo viera allí comulgar y apreciara su religiosidad digna de premio. Y el premio se lo dio el rey porque comprendió bien pronto que aquel pelele que, además, sería un extraordinario vocero de sus intereses, poseía la ambición necesaria para engolfarse ante la perspectiva del poder y la dignidad del cargo sin advertir siquiera que no era él quien iba a gobernar, sino quien lo había puesto allí. El problema, Schumann, la gran tragedia de Suárez, fue doble: por una parte, que su función, como la de toda marioneta, tenía unos términos muy precisos y, por tanto, una fecha de caducidad decidida de antemano. Y por otra, que su orgullo le impidió darse cuenta de lo que en realidad estaba ocurriéndole».


  4 de febrero de 2018.


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